Han pasado ya cientos de años y en Hospital de Órbigo sigue recordándose la gesta del Paso Honroso, un magnífico ejemplo de la mentalidad medieval que evidencia cómo el sentido del honor feudal, la caballerosidad, los torneos, el amor cortés y todos esos tópicos que conocemos por las películas de época existieron en la realidad.

El Paso Honroso fue un torneo organizado por el caballero Suero de Quiñones, que se mantuvo en el puente de esa localidad leonesa, hito obligado del Camino de Santiago, en el verano del año santo de 1434. Allí estuvo también Pedro -o Pero como entonces se decía- Rodríguez de Lena, escribano profesional nacido en el concejo del que cogía su apellido, que aunque no tomó parte en los combates para la historia fue el hombre más imprescindible de aquellas jornadas, ya que gracias al extenso testimonio escrito que nos dejó de lo que había visto podemos conocerlas hoy. Ahora se lo resumo, porque la historia merece la pena.

Todo se hizo para que el caballero, miembro de la conocida familia de los Quiñones, que tenían entonces el señorío de Luna, demostrase públicamente su pasión por una dama. Y para ello no se le ocurrió otra cosa que declararse «prisionero de su amor» fijando el valor de su rescate en trescientas lanzas. Actualmente todo esto nos parece una bobada, pero hay que comprender que en aquellos siglos no resultaba extraño que un caballero manifestase que se encontraba preso por un sentimiento y retase a los demás para dejar claro lo valiente que era y lo limpio que estaba su honor.

En fin, estos desafíos, que hacía mucho que ya no se celebraban en otros reinos, debían seguir un complejo ritual establecido de antemano y costaban además mucho tiempo y dinero. En primer lugar, don Suero, el retador, tuvo que obtener el permiso del rey Juan II, que entonces pasaba el invierno en el castillo de la Mota y se mostró encantado de que alguien quisiera conservar las viejas costumbres; de manera que el primer día del año se concedió la autorización para las justas que habrían de celebrarse seis meses más tarde.

La noticia corrió por toda Europa, el Camino de Santiago iba a cortarse para los caballeros y quienes quisiesen pasar sin lucha estaban obligados a depositar su espuela derecha en señal de cobardía y vadear el río sin cruzar por el puente. Por el contrario, los que aceptasen el enfrentamiento tenían que anunciar su nombre y procedencia y concurrir con montura propia, traje adecuado y armados de lanza y adarga o escudo, amén de loriga, cota de mallas y demás protecciones típicas de la época.

Pedro Rodríguez de Lena nos cuenta que cuando se acercaba la fecha prevista, los Quiñones llevaron hasta las llanuras cercanas al puente muchos carros con maderas de los bosques de su señorío y con ellas levantaron la grada para los espectadores y los diferentes armazones para los combates, e incluso en la ciudad de León colocaron una estructura con un cartel de madera que señalaba la dirección del Órbigo con la inscripción: «Por ahí se va al Passo».

Una gran concurrencia

Por fin llegó el sábado 10 de julio de 1434 con una gran concurrencia que había dejado todas las preocupaciones para acudir hasta allí y asistidos por un amplio equipo de carpinteros, herreros, sastres, bordadores, médicos, lanceros y escuderos se presentó el tribunal encargado de solucionar cualquier problema entre los contendientes. Lo formaban dos jueces con gran experiencia, consejeros de la corte real: Pero Barba y Gómez Arias de Quiñones, que disponían de un reglamento de veintidós capítulos que debían aplicar con severidad.

El grupo que acompañaba a Suero de Quiñones en su empeño estaba formado por otros nueve aventureros que lucían sus mejores galas: su primo Lope de Estúñiga, Diego de Bazán, Pedro de Nava, Sancho de Ravanal, Diego de Benavides, Gómez de Villacorta, Pedro de los Ríos, Suero Gómez y otro caballero de las Cuencas, Lope de Aller, y el empeño consistía en mantener los combates a caballo durante un mes hasta lograr romper las 300 lanzas, contando también las caídas de la cabalgadura como «lanza rota». Entre tanto, Suero de Quiñones, como prueba de su amor, iba a colgar cada jueves de su cuello una argolla metálica, para llevarla, cuando todo hubiese concluido, hasta el apóstol Santiago, en Compostela.

Escribe Pedro Rodríguez de Lena que el primer jinete que aceptó el reto fue un alemán llamado Arnald Rottenwald, al que él llama poéticamente Arnaldo de la Floresta Bermeja, y que luego lo siguieron los hermanos valencianos Johan y Pere Fabra. El germano se enfrentó con el mismo Suero de Quiñones y los otros dos con Lope de Estúñiga y Diego de Bazán; en seguida fueron llegando otros caballeros, en su mayoría aragoneses y catalanes.

El único problema serio vino precisamente de dos caballeros de esta región llamados Riambau de Corbera y Francí Desvalls, que, sin romper las reglas de juego, quisieron aprovechar para plantear su propio desafío. Ambos anunciaron su llegada enviando previamente un aviso a Suero de Quiñones en el que manifestaban que el Paso Honroso era un obstáculo para los peregrinos que hacían el camino jacobeo y que ellos eran capaces de romper las trescientas lanzas en un solo día para despejarlo, riéndose de los motivos amorosos del leonés. La respuesta no se hizo esperar y se cruzaron abundantes cartas con fanfarronadas entre los dos grupos, que subieron de tono hasta incluir el reto a muerte a Suero de Quiñones y sus mantenedores.

La fiesta de Santiago

El 25 de julio, festividad de Santiago, se descansó y tres días más tarde, el 28, llegaron al puente del Órbigo los dos catalanes y demostraron que podían justificar sus bravatas ya que a las primeras de cambio el de Corbera rompió la lanza de Diego de Bazán, y Desvalls hizo lo mismo con nuestro paisano Lope de Aller, aunque para consolarnos debemos aclarar que este caballero pasa por ser uno de los más prestigiosos aventureros de su siglo en España y su historial en torneos es amplísimo.

A pesar de todo, parece que los contendientes sabían muy bien lo que se hacían y que los combates tenían mucho de exhibición procurándose que corriese poca sangre; de hecho, cada jornada comenzaba con una misa solemne que se celebraba en un altar de campaña y se cerraba con un festín al que concurrían juntos todos los contendientes, incluso los dos catalanes díscolos. Otra prueba de que el paso servía como diversión de la nobleza está en que la crónica de Pedro Rodríguez de Lena cuenta que al cabo del mes sólo hubo una muerte y fue por accidente, cuando la lanza de Suero Gómez atravesó el yelmo del caballero Asbert, llegado desde el castillo de la Pobla de Claramunt, entrándole por un ojo «hasta los sesos» y matándole en el acto. El suceso acaeció el 6 de agosto y el cadáver del aventurero catalán no pudo descansar en tierra sagrada por impedirlo el obispo de Astorga, ya que la Iglesia -entonces más moderna que el poder civil- condenaba este tipo de desafíos.

El caso es que tres días más tarde don Suero también caía herido y se daba por concluido el Paso Honroso con el balance final de 68 caballeros que se habían enfrentado a los 10 mantenedores. Entre ellos sólo había tres europeos no españoles y, curiosamente, ningún castellano; por supuesto, la cifra de las trescientas lanzas quedaba muy lejos, pero los jueces apreciaron el valor de los contendientes y dieron por cumplido el objetivo, con lo que don Suero quedó liberado y pudo dirigirse junto a sus compañeros hasta Santiago para cumplir su promesa.

El cronista lenense señala que Francí Desvalls y Riambau de Corbera no se dieron por satisfechos y continuaron desafiando por escrito a Suero de Quiñones y Lope de Estúñiga, hasta 1436. Más tarde la lejanía fue enfriando los ánimos y la muerte de Desvalls puso el punto final a la historia.

Cuentan también que la argolla de oro se encuentra hoy en el relicario del Apóstol y la cinta azul con la leyenda escrita que simbolizaba su amor por la dama adorna el cuello de una imagen de Santiago Menor. Por su parte, también en el puente de Hospital de Órbigo se recuerda la gesta con un monolito en el que figuran grabados los nombres de sus protagonistas. Finalmente debo decir que los minuciosos apuntes de Pedro Rodríguez de Lena tardaron siglo y medio en publicarse y fue fray Juan de Pineda, quien los trascribió en su «Libro del Paso Honroso defendido por el excelente caballero Suero de Quiñones», que salió de la imprenta en Salamanca en el año de nuestro señor de 1588. Si ustedes pueden leer algún resumen posterior, seguro que lo disfrutarán.