La zona no tenía nada de especial, era un ensanche de la vega en la que confluyen los ríos Candín y Nalón, entonces, a 24 kilómetros de Oviedo y a 37 de la costa gijonesa, y aunque allí se emplazaba desde hacía muy poco la pequeña factoría de Gil y Compañía, el lugar sólo contaba con un pequeño núcleo habitado en la parroquia de Santa Eulalia de Turiellos y algunas quintanas aisladas salpicando un paisaje de maizales y praderías que abundaba en felechos, de tal forma que algunos atribuían a este hecho el nombre de La Felguera. Sin embargo, fue el emplazamiento escogido por Pedro Duro, después de buscar por toda España, para fundar su compañía metalúrgica.

¿Por qué allí? Seguramente la razón estaba en las buenas comunicaciones, que permitían el transporte de mercancías por carretera y por el ferrocarril de Langreo, la tercera línea construida en España y la única de su época con ancho internacional, que había llegado hasta el valle un año antes, y lo otro venía de regalo: el agua y la hulla, un combustible ideal que abundaba como en ninguna otra parte, la caliza para emplear como fundente y el mineral de hierro, que podía llegar hasta el horno en un par de horas. En estas condiciones la empresa podía llegar a ser la primera del país y así se lo hizo saber a sus amigos y a los pocos asturianos que podían disponer en aquel momento del capital suficiente para invertir en el proyecto.

Pedro Duro era riojano, nacido en Brieva de Cameros en 1810, por lo que cuando llegó a La Felguera había dejado muy lejos la juventud, y, por decirlo en dos palabras, tenía el culo pelado en los negocios; conocía el mundo del comercio y de la Bolsa y, después de bregar tantos años el dinero, aunque disponía de buenas rentas, no había conseguido una fortuna espectacular.

Seguramente su mayor potencial estribaba en el buen conocimiento que poseía sobre lo que estaba pasando en Europa, donde existía una fuerte tendencia a invertir en el mundo del hierro. Era previsible que los ferrocarriles se fuesen extendiendo por todas partes, con lo que se abría la necesidad de fabricar miles de kilómetros de vías y puentes metálicos; también los edificios modernos, cada vez más altos, empezaban a construirse con vigas de fundición y no había más que darse una vuelta por las grandes capitales para ver cómo, incluso en los materiales decorativos, la madera estaba pasando a un segundo plano. En aquel momento sólo funcionaba en Mieres una industria con capital francés, la Compañía Hullera y Metalúrgica de Asturias, pero su potencial se veía limitado por su aislamiento geográfico; también estaban en Vizcaya la de Bolueta, en Málaga la Constancia y poco más, así que quien supiese aprovechar el momento se haría rico.

Estaba tan convencido que se lo dijo primero a los de casa, su hermano Julián y el banquero Vicente Bayo Duro, y luego a su amigo el armador vasco Federico Victoria de Lecea. Sus argumentos fueron tan convincentes que los tres decidieron vender las acciones que poseían en el Canal de Isabel II y en la Sociedad Española Comercial e Industrial para invertir en La Felguera. Luego decidieron ir sobre seguro y sumaron al proyecto a otro vasco que ya llevaba tiempo trabajando en Asturias, el ingeniero guipuzcoano Francisco Antonio Elorza, entonces director de la fábrica de Trubia y que conocía perfectamente las posibilidades de la zona de Langreo, porque también había sido uno de los fundadores de Gil y Compañía.

Además de los lazos familiares y de amistad que unían a estos personajes, existía otro vínculo que nunca se ha considerado: su afinidad política. La tierra de los hermanos Duro fue también un vivero de políticos progresistas en el siglo XIX. De Oyón, en el borde de la Rioja alavesa, era natural Salustiano de Olózaga, uno de los liberales más conocidos del país y aún más cerca, en Torrecilla de Cameros, había nacido Práxedes Mateo Sagasti, que luego sería presidente del Gobierno y Grado 33 de la masonería. Los dos fueron amigos de Pedro Duro, especialmente éste último, que acudió a La Felguera para la inauguración de la fábrica y volvió también para honrarle tras su muerte.

De la misma forma, el vasco Federico Victoria de Lecea destacaba por sus ideas avanzadas, dedicando una parte de su tiempo a la política. Así había llegado a ser alcalde de Bilbao año y medio, entre 1844 y 1845, dejando un buen recuerdo de su mandato, en el que había creado la policía municipal de esa ciudad. Lo mismo pasaba con Vicente Bayo, un hombre de familia humilde que, gracias a su esfuerzo, se había convertido en un destacado miembro del mundo político y financiero, conjugando su trabajo como agente de la Bolsa madrileña con el escaño de diputado en las Cortes.

Todos conocían su historial como conspirador contra Fernando VII, que incluía un juicio por traidor a la monarquía, la condena a muerte en la horca y episodios tan pintorescos como la peripecia de una huida disfrazado de pastor a Francia, donde permaneció hasta que llegó el indulto de la reina María Cristina.

Algo parecido era lo de Antonio Elorza, también participante activo en el alzamiento de Riego y exiliado tras la restauración del absolutismo, así que no resultó extraño que los asturianos que acabaron implicándose en la aventura industrial perteneciesen a la misma cuerda.

El hombre decisivo fue José María Bernardo de Quirós y Llanes, el sexto marqués de Camposagrado, que había hecho públicas sus ideas liberales publicando el «Manifiesto del hambre», en el que clamaba por mejorar las condiciones de vida de los más pobres. Era de la zona y logró convertir el palacio familiar de Villa en un oasis dentro del panorama de la aristocracia asturiana, refractaria a todo lo que oliese a industrialización ante el temor de que el humo de las fábricas pudiese empañar su pequeño mundo de privilegios.

Él, sin embargo, apostó por las minas y los hornos, pero apenas pudo ver los inicios del proceso que cambiaría el valle, ya que falleció en julio de 1858 por la gangrena de una herida mal curada, después de haber sufrido un accidente de tráfico con un coche de caballos. Para entonces dejaba tras de sí una política familiar que la Cuenca del Nalón no podía desaprovechar: dos de sus hijos estaban casados con miembros de la Casa Real.

Las otras figuras fundamentales en el proceso de creación de Duro Felguera que aportó la región fueron Pedro José Pidal y Alejandro Mon, el primero, nombrado marqués de Pidal en 1846, estaba casado con una hermana del segundo, al que conocía desde siempre y con el que había vivido una juventud de liberalismo exaltado, que incluía el apoyo a Riego y la persecución posterior (Alejandro Mon también había sido condenado a muerte en aquel episodio).

En 1857, el de Pidal ya había sido presidente del Congreso y ministro de la Gobernación y era ministro de Estado; su cuñado, excelente economista, presentaba en su historial el cargo de ministro de Hacienda, nada menos que en cuatro ocasiones y con diferentes gobiernos. Con el reposo que da la edad los dos acabaron más tarde encabezando a dúo una tendencia avanzada dentro del partido moderado. La Sociedad Regular Colectiva «Duro y Compañía» se constituyó por fin en 1858 y dos años más tarde, el 6 de enero de 1860, salió la primera colada del horno «Nuestra Señora del Pilar», que el riojano había bautizado así como regalo a su única hija.

Duro y sus amigos, como buenos capitalistas, nunca negaron que el objetivo de su empresa era el de ganar dinero, pero desde el primer momento dejaron claro que aquélla no era una fábrica como las demás. Sus ideas progresistas se dejaron ver en la política seguida con los obreros, que algunos historiadores han llegado a calificar como la más avanzada del siglo XIX en España. Aún hoy nos sorprende el moderno sistema de protección social con el que contaban los trabajadores y que incluía, por ejemplo, la posibilidad de que los trabajadores que lo precisaran disfrutasen de «vacaciones» pagadas en la costa.

Ahora se cumple siglo y medio del sueño de este puñado de industriales riojanos, vascos y asturianos, que por su empeño merecen ser llamados hombres de hierro, igual que los que dejaron su vida en los hornos. Varias generaciones nacidas en el valle del Nalón han vivido gracias a él. Triste aniversario, pues otros hombres con menos sueños y la incapacidad de seguir el ritmo económico que marcan los tiempos acaban de poner fecha de caducidad a la empresa. Los felechos volverán a recuperar su tierra en la Felguera, como lo hicieron hace años sobre el solar de Fábrica de Mieres. Todos lo vemos bien... pues ya está.