El nombre del marqués de la Ensenada recuerda inmediatamente al Catastro que se realizó siguiendo su consejo y que constituye la mejor fuente de información sobre la vida española en el siglo XVIII. Don Zenón de Somodevilla -que así se llamaba el aristócrata- fue uno de los personajes fundamentales de nuestra Ilustración y ejerció altos cargos de Estado en los reinados de Felipe V, Fernando VI y Carlos III, aunque sus ideas se desarrollaron sobre todo en el periodo fernandino.

Aquella consulta se realizó en los 15.000 lugares que se repartían por la Corona de Castilla con la intención de ajustar la recaudación a la realidad de cada territorio, exceptuando a las provincias vascas porque estaban exentas de impuestos, y es importante para los historiadores porque entre sus cuarenta preguntas incluía algunas sobre las características de cada lugar y de sus habitantes, con datos sobre oficios, rentas y propiedades e incluso el número de tabernas, mesones y tiendas de todo tipo que tenían a su disposición.

Ensenada trabajó, como he adelantado más arriba, con Fernando VI. No puedo dejar pasar esta ocasión para contarles que él fue el más extravagante de los monarcas que ha tenido nuestro viejo y herido país, aunque debemos justificar sus rarezas porque derivaban de una enfermedad mental. Ahora, les pido que si están comiendo mientras leen esta página o son personas escrupulosas, se salten el siguiente párrafo.

En la última etapa de su vida, el hombre estuvo obsesionado por la idea de que cada vez que estaba obligado a evacuar su vientre ponía en riesgo su alma, ya que podía escapársele por el esfínter. En consecuencia, procuraba demorar sus visitas al servicio, llegando en ocasiones a taponar su real orificio para impedir la defecación. Finalmente, acabó muriendo en su retiro del Castillo de Villaviciosa, después de haber protagonizado lamentables episodios escatológicos, tratando de comerse aquello que acababa de desalojar de su cuerpo para que volviese a su lugar original o lanzando sus deposiciones a los criados cuando trataban de impedir la insólita maniobra.

Está escrito que, cuando murió, el informe de su médico incluyó este significativo párrafo: «Privado de los consuelos de la religión, y entre sus propios excrementos, ha fallecido Fernando VI, el más pulcro y religioso de los hombres».

Volviendo al marqués de La Ensenada, a la responsabilidad histórica de su famoso Catastro, se añade también la de haberse encargado del episodio conocido como Gran Redada o Prisión General de Gitanos. Una operación que se desarrolló tan solo unos meses antes, el miércoles 30 de julio de 1749, con el objetivo de arrestar y erradicar de España a todas las personas de esta etnia, a las que se consideraba gentes de mal vivir y propensas al robo y a toda clase de delitos contra el resto de la ciudadanía.

Esta increíble operación se planeó minuciosamente y con total discreción en el Despacho de la Guerra, de donde partieron órdenes específicas para cada capitanía que debían guardarse en secreto para abrirse simultáneamente en todo el territorio nacional. Aunque los responsables directos fueron los Capitanes Generales, encargados de elegir cuidadosamente a los oficiales y las tropas que debían intervenir en la acción, los obispos de cada diócesis también tuvieron sus propias instrucciones elaboradas por el Nuncio Apostólico.

Cuando llegó el día que les he señalado, los sobres lacrados que contenían la disposición se abrieron en presencia de las autoridades civiles y, en una acción inédita en la que colaboraron al alimón los militares con las fuerzas de orden de cada localidad, fueron encarcelados más de 10.000 gitanos. Los varones que tenían entre 15 y 50 años se remitieron a los astilleros o los regimientos fijos de los presidios de África, los menores, hasta los 12, se destinaron a las industrias estatales o los remos de los navíos del rey; quienes no alcanzaban esa edad y las mujeres, se encerraron en instituciones que en algún aspecto eran similares a los campos de concentración y en los pueblos solo se permitió quedarse a los mayores de 50 años, lo que en aquella época significaba estar ya en la ancianidad, prohibiendo sus desplazamientos hasta que les llegase el momento de la muerte, que debía procurarse cristianamente en los asilos y casas de misericordia.

Asturias no era en aquel momento una región especialmente poblada por los gitanos, aunque bajo esta denominación era corriente incluir también a los vagabundos o cualquier otro tipo de gentes que llevase una vida irregular, así que los detenidos fueron pocos y además, como sucedió en todo el país, los más afectados por la medida fueron aquellos que habían intentado regularizar su situación asentándose para dedicarse a algún oficio digno, ya que su localización era mucho más sencilla que la de los trashumantes que se desplazaban constantemente con sus carromatos de un pueblo a otro.

Esta injusticia no pasó desapercibida para quienes los tenían como buenos vecinos y decidieron interceder rápidamente pos su liberación hasta conseguir una contraorden que hizo revisar cada caso individualmente, de manera que muchos pudieron regresar a sus casas? para encontrarse con que sus bienes habían sido vendidos en subasta y tenían que volver a empezar de nuevo.

En 1763, Carlos III, del que también debemos decir que ha sido el mejor monarca que ha tenido España, decidió concederles la amnistía y revisar de paso la legislación que les afectaba, pero la burocracia hizo que una cosa dependiese de la otra y la orden tardó en ejecutarse dos años, aunque veinte años más tarde aún había quien estaba cumpliendo condena por actos cometidos en los años de su condena que eternizaron su puesta en libertad.

Por aquellas fechas -1783- el rey aprobó otra pragmática e intentó delimitar el problema gitano haciendo un censo sobre ellos y preguntando a las diferentes regiones cual era su situación real y la problemática que ocasionaban. En 1976, la recordada revista Asturias Semanal publicó un trabajo del investigador Antonio Gómez Alfaro sobre el informe que había elaborado la Real Audiencia de Oviedo en respuesta a aquella solicitud. En él aparecen los tópicos de siempre sobre la vida licenciosa y la afición al delito de la etnia calé, pero también algunos datos llamativos como la reticencia que tenían los propietarios a arrendarles una vivienda, lo que forzaba a aquellas familias que querían asentarse a vivir debajo de los hórreos o en pajares.

De la misma forma, no sorprende que quienes trabajasen lo hiciesen preferentemente como herreros, pero sí que el segundo oficio más elegido fuese el de gaitero, un dato en el que deberían profundizar nuestros musicólogos.

Cuando faltaban quince años para concluir el siglo XVIII, los gitanos asturianos se podían contar con los dedos de pocas manos y se repartían por ocho concejos, tres de ellos en la Cuenca del Nalón. En Caso había dos hermanos, el cerrajero Javier Obaya, que falleció al cumplir los 20 años dejando una hermana de 11, que fue trasladada a Oviedo. En la parroquia lavianesa de Lorio habitaban dos mujeres, Ángela Ceballos y Tomasa Rivera, madre e hija de 70 y 44 años respectivamente, que también fueron trasladadas al Hospicio de Oviedo donde ya estaba recogida una hija de la segunda.

Por último, en Sobrescobio, estaba José Francisco Quiroga, de 26 años, quien fue condenado a pasar cuatro años en los arsenales de San Fernando de Cádiz por hacer vida marital con Manuela Flórez. Ella, que tenía entonces una niña de pecho y otro hijo de 5 años recogido también en el Hospicio de la capital, fue condenada por el mismo motivo a un año de cárcel.

Si hacemos caso a la estadística y la evolución de los censados, podríamos concluir afirmando que no quedó ningún gitano en la Montaña Central, aunque sabemos que no fue así, porque además de aquellas familias que siempre se resistieron a frenar su eterno peregrinaje, también estaban aquellas familias que escogieron vivir apartados en las zonas de montaña más próximas a León, alejándose de aquella sociedad que no comprendía sus costumbres y los persiguió implacablemente.

Si a ustedes, como a mí, les llaman la atención que nuestros vecinos gitanos llevasen los apellidos que les he citado, debo decirles que esto se debía al hecho de que muchas familias fueron tomando como propios los de aquellos propietarios que habían empleado a sus antepasados como jornaleros y que en algunos casos eran nobles. Así se explica la existencia de Vargas, Heredia o Montoya en Andalucía, o de Valdés o Bernaldo de Quirós en Asturias, que también figuran en los documentos de esta misma época.

A lo mejor ya conocían esta historia curiosa, si no es así, espero que les haya gustado tanto leerla como a mí me ha gustado escribirla.