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Historias heterodoxas

El hombre que no quiso ser minero

La historia de Benjamín Álvarez Suárez, quien, pese a nacer en una humilde familia de Morcín, hizo la carrera de Derecho y llegó al Tribunal Supremo

Esta es la historia de un hombre que se hizo a sí mismo. O al menos la mitad de la historia, puesto que no sabemos cómo transcurrió la última parte de su vida. Se llamaba Benjamín Álvarez Suárez y fue un abogado reconocido por el sacrificio y el esfuerzo que le supuso llegar hasta el Tribunal Supremo a pesar de su origen humilde. Algo tan insólito en su tiempo que lo llevó a convertirse en un personaje popular en aquel Madrid de hace ochenta años, ayudado en parte por los periódicos, que se ocuparon de divulgar su caso.

Benjamín había nacido en el concejo de Morcín, en el seno de una familia trabajadora y tan numerosa que llegó a conocer a otros doce hermanos, por lo que, como los ingresos de su padre eran insuficientes para alimentar a tanta recua, a los ocho años tuvo que dejar la casa y trasladarse hasta Riosa para acompañar a sus abuelos, que le mantuvieron a cambio de que se encargase de cuidar sus menguados rebaños de cabras y ovejas, una ocupación que le hizo imposible acudir a la escuela.

Fueron sólo dos años de muchos fríos, hambres y lágrimas, como él iba a recordar cuando llegaron tiempos mejores, pero al cumplir los diez, el niño pastor, aún con el cuerpo sin formar, se transformó en obrero y encontró empleo en la dura tarea de acarrear grava destinada a las obras de la traída de aguas a Oviedo. Luego, al llegar la noche, mientras los hombres descansaban, debía retrasar el sueño para poder curar como podía las heridas que un día tras otro se volvían a abrir por el rozamiento de los cestos de esparto sobre sus hombros infantiles.

Pero cuando parecía que no podía haber un trabajo peor, la muerte de su padre le obligó a buscar un jornal más generoso para ayudar a su madre viuda y a sus hermanos. Lo obtuvo como ramplero en las minas de Riosa. Sin duda demasiado esfuerzo para alguien que a sus doce años recién cumplidos estaba aterrorizado por el crujir que las maderas y los testeros producían desde las tinieblas que lo rodeaban en el interior de la galería. Pero la necesidad fuerza a superarlo todo; de Riosa pasó a Nicolasa, y por fin, cuando tuvo las fuerzas que requería el puesto, pudo ser picador a destajo, en el grupo San Pedro de Hulleras de Turón.

Allí se sumó en 1917 a la huelga revolucionaria, lo que le supuso el despido y un nuevo cambio de empresa y de valle, ya que en Turón se le cerraron todas las puertas. Esta vez fue el pozo Baltasara de Fábrica de Mieres, que también estuvo a punto de ser el último, ya que en él se vio atrapado por un derrabe, del que se salvo casi por milagro. Aquel accidente le hizo replantearse su vida y, aunque aún volvió a picar en otra mina, esta vez en el Naranco, tuvo claro que debía aceptar cualquier otro puesto que lo alejase del riesgo y de la oscuridad del carbón.

Por ello aceptó la plaza de encargado nocturno en el Hotel Francés de Oviedo y fue echador en el Café París, con tanta fortuna que una de las familias más ricas de la capital lo contrató como mozo de comedor con una paga que le permitió ir juntando una pequeña cantidad destinada a dar el salto a la capital de España, como muchos jóvenes de la época que soñaban con encontrar allí su oportunidad.

La experiencia como sirviente le sirvió para presentarse por fin en Madrid, donde fue aceptado en otra casa adinerada, con un horario que le dejaba libertad todos los días de seis a ocho. A sus veintitrés años, aún era analfabeto y decidió dedicar aquel tiempo de asueto en aprender a leer y escribir en una academia particular. De esa forma y casi en secreto empezó a superar etapas y concluyó con éxito el Bachillerato, ante el recelo del señor a quien servía y que era consciente de que los méritos de Benjamín iban a acabar haciendo que perdiese un buen criado. Por ello, al enterarse de la buena marcha de sus estudios, le ordenó apagar la luz de su cuarto para evitar que pudiese coger los libros cuando las últimas horas de la tarde empezaban a traer la oscuridad.

Así, atendiendo de día una casa que no era la suya para poder pagarse las matrículas y escondiéndose a la luz de una vela por las noches, Benjamín Álvarez Suárez se hizo primero perito mercantil, luego maestro nacional y a renglón seguido inició la carrera de Derecho, donde al llegar a segundo curso obtuvo una beca de cincuenta duros por su expediente académico, que le permitió dejar definitivamente su trabajo.

Todo parecía ya encarrilado cuando otro acontecimiento histórico vino a cruzarse en su vida. En 1923, el general Miguel Primo de Rivera apoyado por el rey Alfonso XIII convirtió la monarquía en dictadura provocando la oposición de muchos sectores del país. Los estudiantes destacaron en su protesta y como represalia la Universidad madrileña se clausuró y las becas quedaron suspendidas.

Afortunadamente, el caso del asturiano ya era conocido por algunos de sus profesores y los catedráticos Urueña y Clemente de Diego lo cogieron bajo su protección proporcionándole un contrato como auxiliar de Instrucción Pública, gracias al cual pudo terminar su carrera, convertirse en abogado y abrir un bufete que pronto iba a obtener el prestigio suficiente para convertirlo en un hombre adinerado y con buena fama dentro de su profesión.

En 1931, la II República vino a traer un tiempo de aire fresco a este país y en su Constitución quedaron plasmadas sus buenas intenciones con respecto a la aplicación universal de las leyes. El artículo 94º lo recogía de esta forma: "La Justicia se administra en nombre del Estado. La República asegurará a los litigantes económicamente necesitados la gratuidad de la Justicia" y el Tribunal Supremo, designado por el Jefe del Estado, a propuesta de una Asamblea, se convirtió en una pieza fundamental para llevar a la práctica aquel ideal.

El 27 de enero de 1934, después de haber debutado en esta institución, sus compañeros de toga ofrecieron a Benjamín Álvarez un reconocimiento público en el Hotel Asturias de la capital, que se convirtió en un acto de propaganda del flamante régimen, para el cual el asturiano era un modelo de buen ciudadano, capaz de llegar a lo más alto a pesar de su origen obrero. Por ello en la sala del banquete se dieron cita trescientos comensales -entre ellos un centenar de abogados- y estuvieron presentes un buen número de autoridades.

Allí se sentaron junto al homenajeado, el ministro de Agricultura don Cirilo del Río en nombre del Gobierno; don Antonio Goicoechea, presidente de la Academia de Jurisprudencia; don Antonio Valentín Gamazo, secretario del Colegio de Abogados de Madrid; los directores generales de Montes, Prisiones y Ganadería; fiscales, jueces y representantes de entidades y organismos de todo tipo.

Los Colegios de Abogados de toda España mandaron su adhesión y el matiz ejemplar que se quiso dar al acto quedó claro cuando se leyeron unas notas escogidas entre las redacciones que se habían encargado a los escolares de pequeños pueblos sobre el esfuerzo del hombre humilde que había podido abandonar la pobreza y forjarse una posición gracias al estudio.

También el ingeniero García Lago, de las Minas de Riosa, en nombre de sus antiguos patronos quiso dar fe de que todos los detalles que se habían hecho públicos sobre los orígenes de Benjamín Álvarez eran ciertos y él mismo era testigo de haberle visto trabajar en los menesteres más rudos de su explotación, y don Antonio Goicoechea pronunció un inspirado discurso en el que citó las cualidades individualistas de la raza y se refirió a los genios de la Patria, que según el diario ABC fue "constantemente interrumpido con ovaciones y vivas a España".

Por su parte el presidente del Centro Asturiano de Madrid anunció otro homenaje público de sus paisanos, con carácter regional, que no fue el único, puesto que en febrero de 1935, los periódicos volvieron a recoger la reseña de un acto más "el domingo día 10 a la una de la tarde y en el restaurante Biarritz" a instancias de la llamada Cooperativa de Despojos de Madrid, que quería reconocer así al letrado "sus éxitos en defensa de la clase". Luego, como ocurre con tantas biografías, la pista del hombre que no quiso ser minero se perdió entre las nieblas de la Guerra Civil.

Trasteando por Internet, he encontrado una esquela en la que se anuncia el fallecimiento en Madrid el 25 de diciembre de 1972 de un abogado llamado Benjamín Álvarez Suárez, sin aportar más datos ni el listado de sus familiares o benefactores. Por la fecha de la muerte podría tratarse de nuestro hombre, porque lo único que no pudo cambiar de su origen humilde fueron un nombre y unos apellidos tan comunes, que no podemos asegurarlo.

Si lo confirmásemos, quedaría probado que siguió ejerciendo libremente durante el franquismo, lo que no sería extraño, ya que uno de los protectores de su época de estudiante, Felipe Clemente de Diego, se convirtió en presidente del Tribunal Supremo de Justicia en la posguerra y pudo llamarlo a su lado. Seguro que alguien todavía nos puede sacar de dudas.

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