La trayectoria literaria de J. Á. González Sainz (Soria, 1956) cuenta con tres títulos publicados: el libro de relatos Los encuentros (1989), Un mundo exasperado (premio «Herralde» de novela 1995) y Volver al mundo (2003). Y estos tres libros, elaborados con pausado y verdadero arte (con artesana sabiduría), han sido suficientes para revelar -desde el primero de ellos- a un escritor sobresaliente, para colocar a González Sainz en un lugar destacado de la actual narrativa española (y así ha sido reconocido, por ejemplo, con el Premio de las Letras de Castilla y León, 2006).

La publicación ahora de Ojos que no ven continúa la línea marcada; en este nuevo libro se desarrollan algunos extremos ya significativos en obras anteriores, principalmente en Volver al mundo, su novela más ambiciosa, la que expone con mayor claridad el pensamiento del autor y que es asimismo análisis de una generación histórica, la de los jóvenes que lucharon contra la dictadura franquista.

La historia que ahora se cuenta, digámoslo rápidamente, está relacionada con el terrorismo vasco. Pero el punto de vista narrativo ya no es el de aquellos jóvenes que de algún modo (por edad, por formación) tendíamos a intercambiar o confundir con el autor de la anterior novela, sino que la historia de Ojos que no ven está enfocada sobre la conciencia de un hombre de pueblo y ya jubilado, Felipe Díaz Carrión; un trabajador que en su día se vio obligado a dejar su tierra para buscar en las no muy lejanas industrias del Norte un mejor porvenir para su mujer y su pequeño hijo. Allí, en ese pueblo guipuzcoano, crece la familia y nace un segundo hijo; allí -una detonación, un huevo de serpiente- se tuercen estas vidas.

La novela es poco explícita sobre lugares y nombres geográficos; sin embargo, el lector, con independencia de que identifique o no algún topónimo (como el de esa montaña, Pedralén, que preside la tierra natal del protagonista), no tiene nunca duda de por dónde se mueve, de espacio y tiempo, de circunstancias concretas y muy determinantes de la reciente historia de España (memoria de la Guerra Civil, emigración del campo a la ciudad en las décadas siguientes, la transición constitucional, los incesantes secuestros y asesinatos de ETA hasta nuestros días…). Veinte años pasa Felipe Díaz como obrero industrial en esa población de la que también se omiten referencias precisas (salvo la rápida alusión guipuzcoana), pero que el lector, por supuesto, conoce bien en lo que importa. Cuando regresa a su tierra (a su huerto, a su camino), Felipe encuentra que en Pedralén, en esa misma roca en que anidan los alimoches, se ha levantado una cruz de piedra en recuerdo a los allí despeñados en 1936, un monumento de la recuperada democracia (años setenta) en el que está grabado el nombre de su padre (asimismo Felipe Díaz); sin embargo, por entonces el emigrante trae también clavada en el alma la cruz de su hijo mayor, ya envuelto por completo en el odio ciego y la violencia; incluso su mujer se ha dejado dominar por esa misma barbarie.

Como se ve, este breve relato de González Sainz se adentra en un terreno minado, el de la situación creada por el terrorismo real e histórico: miedo de la vida cotidiana, intimidación, discursos agresivos, crímenes…; y lo hace con coraje, frente a la impostura, en defensa de las víctimas. Bastaría, pues, este núcleo -ideológico, narrativo- para hacer de la novela un texto necesario, el valiente acercamiento literario a unos hechos que demandan una posición y una respuesta cívica. No obstante, González Sainz va más allá, pues por medio de su trágico personaje -hijo del ejecutado por los falangistas; hoy padre de un joven asesino- reflexiona sobre las causas y el sentido (el sinsentido) de todo eso, de la evolución de aquel niño que llegó con los suyos a la comarca industrial del Norte y que ha terminado por convertirse no sólo en el enemigo político de su padre, sino en el exacto reverso de sus nobles coordenadas éticas.

En efecto, González Sainz concibe su literatura como reflexión, búsqueda y conocimiento: su obra contiene un indudable alcance filosófico y es a ese dominio adonde nos conduce finalmente Ojos que no ven, donde se plantea el auténtico debate. De este modo, y pese al soporte realista de esta novela, sus personajes cobran formas terminantes y muy definidas, adquieren carácter de símbolo, y la historia casi puede leerse como un cuento filosófico, como una alegoría (camino, beleño, cigüeñas y alimoches, cuerpos entre el barro primigenio…).

Felipe Díaz y su primogénito representan dos maneras opuestas de entender la acción política, el derecho, pero sobre todo dos maneras de ver el mundo (de verlo, y de no verlo y hundirse así en la negrura y sacar a los inocentes los ojos). La figura paterna (necesariamente idealizada) se contrapone, pues, narrativamente al hijo endemoniado, pero la honradez y el temple del personaje central articulan por sí mismos un sistema de valores, un modo de mirar, de respetar el corazón de los otros, y es así como ese hombre de campo (el huerto, el camino) manifiesta lo más hondo -y por consiguiente lo más problemático- de la historia, pues encarna una moral que parece sostenerse en la armonía y saber de la naturaleza, en una ley obvia, natural: dignidad de la persona, familiaridad con animales y plantas, «estrépito de lo sencillo», recto sentido de palabras y cosas, aceptación de nacer y morir, del misterio de la existencia… Este mundo es el que se abraza y añora, el paraíso perdido. Paradójicamente: un afán semejante a la pastoral de corte nacionalista, la otra cara de ese estragado espejo. Un doble de la misma sangre (como la que corre por padre e hijo). De ahí también la culpa, el dolor.

El discurso de Ojos que no ven converge con esos postulados morales que sostienen la sacudida conciencia de un hombre justo, íntegro. El autor muestra su afinidad en un texto esmerado y exigente, de admirable estilo: selecciona la palabra precisa, estructura con dominio el relato, recupera voces, aviva modismos, y si en alguna ocasión se inclina en exceso en esta dirección restauradora no es sino por voluntad ecológica: para proteger el ciclo vital, la herencia de la lengua, restituir, en suma, el significado del mundo. Esos mismos valores que el emigrante ve felizmente continuados en Felipe, su hijo menor, su fiel retrato.

Y González Sainz convoca también a los lectores a esa sintonía, que es en sí misma ya una posición ciudadana (zoon politikon), esto es, de ser (y belleza).