Dicen los gurús de la modernidad, los que marcan las tendencias de los próximos años -o sea, los que deciden el largo y la anchura de los pantalones para cada temporada, si el cubismo o el impresionismo merecen o no grandes exposiciones monográficas o si ya es hora de repescar a para la escena lírica a Alfredo Catalani- que el Romanticismo está de moda y conociendo un resurgir tremendo que se va a acrecentar en los próximos años. Y digo yo, pero ¿cuándo se pasó de moda? Los grandes músicos -operistas y de música sinfónica y camerística- del período romántico siguen copando las programaciones de todas las salas de conciertos y teatros del mundo, conviviendo en plenitud con otros períodos históricos, y son fuertemente demandados por el público. No digamos nada del cine o la literatura, en constante efervescencia en la mirada hacia ese tormentoso y fascinante estilo artístico de tantos bienes y tantos males, y todos ellos juntos en el mismo lote.

Y entre toda la pléyade de músicos románticos uno ocupa por derecho propio un lugar de privilegio, el compositor polaco Frédéric Chopin (nacido el 1 de marzo de 1810 -aunque sobre la fecha exacta sigue habiendo controversias- en Zelazowa Wola -cerca de Varsovia-, y muerto en París el 17 de octubre de 1849). Considerado una gloria nacional en su país y absolutamente venerado por los pianistas de sucesivas generaciones, ha sido y es, sin duda, el gran genio de un instrumento en el que volcó todo su talento, alumbrando un corpus creativo que sigue apasionando con la misma intensidad que lo hizo en el siglo XIX. Dominador absoluto de la técnica y el lenguaje pianístico, en él volcó sus afanes y, sin quererlo, su biografía también acabó por convertirlo en exponente del artista romántico. Muy a su pesar, eso sí. Explica Harold C. Schonberg que frente a la mayoría de los autores románticos que propagaban el movimiento con un sentimiento unitario, él no tenía esa sensación vital. De hecho, «creía que la música de Liszt era vulgar, no disfrutaba en absoluto con la de Schumann, y no tenía nada que decir acerca de las obras de Berlioz o Mendelssohn, pese a que era amigo de todos esos grandes hombres. Se acercaba a Beethoven con una mezcla de admiración y desagrado; ese productor de truenos era demasiado grande y tosco, y frente a él Chopin se sentía incómodo. Si llegó a escuchar obras de Schubert, nunca lo mencionó. Y los únicos músicos que llegaron a significar algo para él fueron Bach y Mozart. Para ellos sólo tenía elogios. También adoraba las óperas de Bellini», explica el crítico norteamericano.

Chopin recibió sus primeras lecciones de piano de su hermana Louise y tuvo la suerte de que sus padres apreciaron su potencial como músico siendo él muy niño. Su padre era un emigrado de la Revolución francesa que trabajaba como preceptor de los hijos del conde Skarbek, y su madre pertenecía a una familia noble polaca muy venida a menos. Ante su gran capacidad musical, decidieron ponerlo en manos del violinista Wojciej Zywny y con doce años ingresó en el Conservatorio de Varsovia. No disponía de demasiados recursos económicos, pero se las ingenió para viajar, conociendo Berlín, Viena, Dresde y otras ciudades en las que se empapó de la música de su tiempo. Tenía una pasión juvenil que ya comenzó a dejar obras memorables desde muy pronto. En 1830 se marcha a Viena y ya nunca volvería a Polonia. Tras un largo periplo, acabó recalando en París, donde se convirtió en unas de las figuras más admiradas de la élite intelectual de la capital francesa. En su círculo estaban artistas como Delacroix, Heine, Meyerbeer, Berlioz o Bellini. Dedicado a la docencia, gustaba de dar conciertos en salones para un público limitado. Siguieron sus viajes por Alemania, y en Leipzig conocerá a los Schumann, y a su vuelta a París se acrecentarían síntomas de tuberculosis. Después de otro viaje a Inglaterra conoce a la novelista George Sand, que preocupada por su salud lo lleva a Mallorca instalándose en la cartuja de Valldemosa durante unos meses antes de regresar de nuevo a la capital francesa. La dificultosa relación con Sand acabó en ruptura en 1847 y su carácter se volvió especialmente huraño. Mantuvo su vinculación con Londres y acabó muriendo en París dos años después rodeado de su hermana y varios amigos.

Las composiciones de Chopin están centradas casi en su totalidad en el piano. Dos conciertos y alguna otra obra más para piano y orquesta, tres sonatas, veintisiete estudios, cuatro scherzos, cuatro baladas, veinticuatro preludios, tres impromptus, diecinueve nocturnos, un gran número de valses, polonesas y marzucas, una barcarola, una berceuse y una fantasía forman parte de su catálogo. En la mayor parte del mismo destaca su carácter introvertido y de exquisita sensibilidad. No es un compositor de alardes, sino que sus obras tienen gran dificultad porque exigen del intérprete técnica y pulsación perfectas acompañadas de una madurez interpretativa y un empleo imaginativo de los pedales, así como una aplicación muy precisa del rubato, que Chopin definía como «un ligero impulso o retención dentro de la frase de la mano derecha, mientras que el acompañamiento de la mano izquierda prosigue en tiempo estricto».