Londres era, en torno a 1740, la auténtica ciudad de las luces. Cinco mil farolas quemaban aceite de ballena para convertirla en la urbe «mejor iluminada del mundo». Pero aquella forma de romper la oscuridad engendró un industria no menos tenebrosa tanto para los hombres esclavizados en ella como para los grandes mamíferos que constituían su materia prima. A ese mundo cruel y fascinante que propició un cumbre literaria como Moby Dick dedica Philip Hoare (Southampton 1958), ensayista de éxito muy vinculado a la escena musical londinenes de los 80, Leviatán o la ballena, libro de rara completud en el que lector se acerca a un animal -que «existe antes que el hombre» pero al que «sólo las conocemos desde hace dos o tres generaciones: hasta la invención de la fotografía apenas sabíamos qué aspecto tenían»- desde una perspectiva naturalista, histórica y literaria. Pero también desde la propia experiencia directa del autor cuando se sumerge para nadar en la cercanía de los cetáceos. Un libro diverso en la medida en que puede servir para adentrarse en Herman Melville, en el origen de la pujanza norteamericana o satisfacer la curiosidad en torno a los cetáceos, los monstruos de otro tiempo.

«Las ballenas son señales palpables de la vida oceánica que no podemos ver; sin ellas, a nuestros ojos, el mar bien podría estar vacío. Y sin embargo son totalmente mutables, hechas del material de los sueños porque existen en otro mundo, porque su aspecto es lo que sentimos cuando flotamos en nuestros sueños». Esta podría ser muy bien, en palabras del propio Hoare, la conclusión de esas más de 500 páginas que tienen a Moby Dick como hilo conductor, obra a la que ningún lector debe renunciar, que «supera a todos los demás libros porque es totalmente distinto a cualquier otro». Leviatán o la ballena tiene para su autor mucho de conquista personal. Reconoce, sin ocultamientos, que volvió sobre la novela de Herman Melville tras reiterados fracasos . «Como a muchos otros lectores, los densos capítulos de Moby Dick me parecieron muy difíciles de leer, Me derrotó su tamaño, su escala épica, su ambición. Eran para mí tan incomprensibles como la propia ballena. A lo largo de los años había tomado el libro y me había entusiasmado con él sólo para que al poco tiempo mi atención vagara a otro asunto». Después de haberse acercado a sus escenarios, o más bien a lo que quedaba de ellos, «le di otra oportunidad; igual que estaba preparado para ver ballenas, estaba listo para leer Moby Dick», relata Hoare.

Pero ¿qué sabemos de las ballenas?. Lo primero aclarar conceptos taxonómicos. «El cachalote cumple con todas nuestras expectativas sobre lo que debería ser una ballena. Si piensa usted en una ballena, inmediatamente vendrá a su cabeza la imagen de un cachalote», especie tras la que, a los ojos de los no avezados se oculta una asombrosa variedad de especímenes con esa versatilidad que tiene la vida animal y que amenaza de continuo con desbordar cualquier intento humano de clasificación. El cachalote, «un carnívoro mucho más grande que el mayor dinosaurio... con un cuerpo compuesto de agua en un 97 por ciento», que con una sola cría cada cuatro o seis años tiene «la tasa de fecundidad más baja de todos los mamíferos» y que pese a vivir en el agua «nunca bebe», fue un objetivo industrial de primer orden.

«La ballena era en sí misma una fábrica, tanto de substancias extrañas como de fortuna de hombres». Hoare traza un paralelismo entre la economía que generaban las ballenas y otros procesos de explotación sobre los que se levantó una nueva época. «El ballenero era una especie de pirata minero que extraía aceite de los océanos para alimentar los hornos de la Revolución Industrial, igual que otros extraían carbón de las entrañas de la tierra. El aceite y las barbas de ballena eran mercancías de la edad de la Máquina». La dureza y degradación de la vida de quienes sustentaban aquel salto económico eran similares en tierra y en el mar.

El aprovechamiento ballenero prefiguró, según Hoare, «un nuevo orden mundial» en la medida en que los norteamericanos se impusieron a los británicos en ese sector económico. «Las primeras fortunas industriales estadounidenses se crearon en la caza de ballenas» y «Estados Unidos se abrió al mundo por primera vez a causa de esta actividad, a través de la cual exportó su cultura y sus ideas». A los británicos les corresponde, sin embargo, la gloria de haber descubierto «la verdadera naturaleza del leviatán», de abordar su estudio científico y de mover la curiosidad popular hasta convertir a los cetáceos en auténticas atracciones de feria.

En torno a 1840 las ciudades comenzaron a iluminarse con queroseno y gas hulla. Ello no supuso un obstáculo para que las ballenas siguieran generando industria, utilizadas incluso en la fabricación de nitroglicerina o para aliviar el hambre de los británicos tras la II Guerra Mundial. El resultado fue que «cuando se puso fin a la caza de ballenas a nivel mundial se habían matado casi tres cuartos de todos los cachalotes del mundo». Libros como este de Philip Hoare no reparan ese daño pero sí nos hace más conscientes del inmenso potencial depredador que tenemos como especie.