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Alicia en el taller del artista

Las aventuras ideadas por Carroll en el País de las Maravillas y a través del espejo, recreadas por el pintor Pat Andrea y en versión bilingüe

Alicia en el taller del artista

Cuenta el pintor holandés Pat Andrea (1942) que el encargo de ilustrar el ciclo de Alicia se le presentó a la vez como un sueño y como una trampa. Los dos volúmenes de Carroll figuran, y eso lo saben bien los conocedores de la obra de Andrea, entre sus ficciones favoritas. Fantástico, misterioso, absurdo y violento son adjetivos que salen con deleite de su boca cuando cita Alicia en el País de las Maravillas o A través del espejo. Lo cual no es extraño en un artista cuyas creaciones han sido relacionadas con el universo onírico imaginado por el clérigo tartamudo que firmaba como Lewis Carroll. Y ahí llega la trampa. Porque, cuenta habida de esa filiación, el gran reto de Andrea era ser fiel al camino de la Alicia de Carroll y no confundirlo con la corriente de lava de su propio magma.

La solución que encontró el pintor, preocupado también por alejarse de las clásicas ilustraciones de John Tenniel, fue no concebir su trabajo como el de un ilustrador. De modo que compuso -sirviéndose de lápices de colores, acuarelas, carboncillo, pan de oro, grafito y collage- 48 grandes formatos. En esas 48 piezas está todo el mundo de Alicia, al que, tras pasar por el taller de Andrea, se le han adherido anacronismos como una casa Lloyd Wright o una lata de sopa Campbell. Pero, con eso, el libro todavía no estaba ilustrado. Y no lo estuvo hasta que el pintor no seleccionó los cientos de detalles de esos lienzos que son los que en verdad acompañan al texto. Unos y otros, grandes formatos y detalles, se incluyen en el magnífico volumen que ahora presenta Libros del Zorro Rojo en edición bilingüe.

Otro gran reto de Andrea fueron los rasgos de Alicia. La niña cuyas aventuras subterráneas imaginó el reverendo para entretener a las tres hermanas Liddell tenía siete años. Siete y medio, según los más reputados expertos, cuando se atrevió a atravesar el espejo. La de Andrea representa en sus facciones diez, veinte, treinta años, aunque tiende a conservar formas aniñadas. Cambian su rostro, su peinado, sus vestidos, aunque sólo levemente, y el conjunto de las Alicias converge sin remedio en el conjunto de las mujeres que pueblan el universo pictórico del holandés, a quien se ha rotulado como impresionista psíquico. Como ellas, Alicia desprende erotismo y violencia, algo que sin duda no habría desagradado al reverendo Dogson, tan aficionado a fotografiar infantas disfrazadas de princesas o mendigas. Cabe pensar que también le habría agradado la continua metamorfosis de la ninfa, tan ajustada a la onírica sucesión de mutaciones que vertebra la aventura.

Resueltos, con éxito rotundo, estos problemas, Andrea ofrece al lector un sólido revestimiento matérico para una matriz verbal cuya esencia es, precisamente, la subversión del orden lingüístico a través del devenir onírico, el absurdo y, sobre todo, los juegos de palabras. El pintor refuerza a la niña con las armas de la guerrera primordial para ayudarle a combatir los corsés de la lógica. Sus ilustraciones no son, pues, un señuelo embellecedor sino, mucho más allá, una lanza anclada en el principio de la vida y orientada contra las cárceles del lenguaje.

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