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Dos amigos

Cartas al padre Flye nos abre a James Agee, uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo pasado

Dos amigos

Cuando el corazón de James Agee, destrozado por el alcohol y el trabajo, se detuvo a los 45 años, su dueño dejaba atrás dos guiones cinematográficos, el primero para una película mítica, La Reina de África, el segundo para uno de los mayores logros de la historia del séptimo arte, La noche del cazador, uno de los reportajes periodísticos más bellos jamás dedicados a la dignidad, Elogiemos ahora a hombres famosos, una bellísima novela breve acerca de la formación espiritual e intelectual de un muchacho, Vigilia, y una obra deslumbrante, Una muerte en la familia, que en 1957, dos años después del fallecimiento de su autor, merecería el Pulitzer a título póstumo. Cualquier de estos trabajos bastaría por sí solo para que Agee mereciera nuestro respeto y admiración.

Pero además, durante tres décadas, entre 1925 y la semana misma de su muerte, acaecida en mayo de 1955, Agee mantuvo una correspondencia apasionante con quien junto a David McDowell fue su mejor amigo, el padre James Harold Flye, profesor de Historia en St. Andrews, escuela episcopaliana de Tennessee a la que Agee llegaría con su madre y su hermana en 1916, al año siguiente de la muerte de su padre (la herida primordial en la vida de Agee, la que nunca se cerró), cuando apenas era un niño de siete años. Cartas al padre Flye constituye, así, un documento de primera mano para asomarse a los abismos de uno de los mejores (y peor conocidos) escritores norteamericanos del pasado siglo.

Leyendo esta correspondencia, de la que, si exceptuamos un par de misivas del padre Flye, sólo se edita la parte que atañe a Agee, es difícil no sentir que se nos concede la rara oportunidad de mirar dentro de un hombre atormentado por muchos y complejos pesares, desde el ya señalado de la losa de la orfandad hasta los que tienen que ver con los ideales políticos reñidos con la realidad y, sobre todo, con los afanes del hecho creativo, tanto más conmovedores cuanto que, para ganarse la vida, Agee tuvo que sacrificar su genio en aras de trabajos muchas veces alimenticios. Si a ello se añaden las circunstancias de una vida afectiva compleja (tres esposas, cuatro hijos) y un carácter autodestructivo (adicciones, tendencias suicidas, la melancolía como tierra natal y verdadero clima), el retrato que de Agee transparentan estas cartas es el de un candidato perpetuo a la caída.

Y sin embargo, entre tanto dolor y devastación, mientras asistimos a la lucha de un hombre por sobrevivir a sí mismo, incluido a todo lo que de terrible posee a menudo el talento, brilla inmaculada, nunca ceñida por las manos sucias de la costumbre, la declaración grande y pura de una amistad entre dos hombres separados por la edad, la condición y el territorio, pero que nunca olvidaron, como Maurice Blanchot escribió con insuperable emoción tras la muerte de Georges Bataille, que la amistad es "esa relación sin dependencia, sin episodio y donde, no obstante, cabe toda la sencillez de la vida".

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