La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Lo que hay que ver

El asesino del piso de abajo

Rillington Place, una serie inglesa de tres capítulos con una opresiva carga de miseria

Durante los años 40 y 50 del XX, un tipo abominable -pero con toda la apariencia del vecino normal, aunque algo untuoso, al que solemos dar los buenos días- estranguló en Londres a unas cuantas mujeres adultas y las violó (por ese orden). Quizá también a una niña. El monstruo se llamaba John Christie y las cosas no pintaron bien para él desde niño con un padre maltratador y lo que ustedes imaginen. Delincuente juvenil de poca monta, sufrió los efectos del gas en la 1ª Gran Guerra y sirvió como policía de reserva durante la 2ª. Instalado en una casa cuchitril, silencioso, manipulador, ególatra, fingió siempre haber estudiado Medicina para ofrecerse como abortista a incautas mujeres a las que terminaba por asesinar. Hombre de orden (el orden de su desbaratada mente), acabó por ser testigo de cargo contra un infeliz estúpido, Tim Evans, que alquiló el cuarto de arriba y que acabó colgado hasta la muerte, acusado de crímenes de Christie. Por fin, mató a su esposa y acabó pendiendo de la soga de la prisión de Pentonville en 1953. Un asco.

Con ese asco que tanto morbo encierra para el espectador, rodó Richard Fleischer en 1971 El estrangulador de Rillington Place, dando a un Richard Attenborough repulsivo en su lascivia el papel de Christie y a un despistado John Hurt el de vecino panoli, fantasioso y vago. El año pasado, la BBC convirtió en miniserie tan repugnante asunto y nos la sirvió en tres entregas tituladas con los respectivos nombres de la esposa, el pusilánime manipulado y el asesino. Pero con un reclamo colosal: Tim Roth como Christie. Nada aporta el telefilm con respecto a la película en cuanto al ambiente de extrema sordidez en que se mueven los personajes mientras toman té tras té: una mezcla de miseria física, desconchados, mal olor que hasta se percibe a través de la pantalla, un trasfondo de mugre inhabitable para envolver la mugre moral o viceversa, que no se sabe qué fue primero. Tampoco añade nada la serie a la enigmática Ethel, la mujer callada, cómplice silenciosa del verdugo y cantada víctima del mismo: si acaso, un punto de cabreo explosivo en un par de escenas, pobre. Pero hay enfoque distinto en los varones. Tim Evans se transforma en un joven tan inexperto como atolondrado y Tim Roth crea a un asesino sin empatía de ningún tipo: mientras que en la película el criminal se excita ante el sexo que sus manejos le proporcionan (el personaje real era un impotente de nota), en la serie ni se inmuta apenas, es casi un funcionario del crimen, un oficiante pasivo de la abominación. No es que Roth transmita que a Christie le importara un bledo cualquier emoción ajena: es que deja traslucir con su interpretación que ni se planteaba que existiesen otras emociones que no sean las de su podredumbre tan fantasiosa como quejumbrosa: fíjense en los momentos previos al asesinato de Ethel, la frialdad extrema de quien cumple con el rutinario deber que su delirio le impone.

Los tres episodios de la serie me dejaron, quizá por lo último dicho, peor cuerpo que la película de Fleischer. No es que el asesino viva al lado: es que no acierta uno a dilucidar si esa opresiva carga de miseria que transmite la produce lo físico del barrio, la estupidez amoral de quienes lo habitan, las dos cosas a la vez o una como causa de la otra. Y ese trasfondo de las guerras, claro. Como ahora mismo, quiero decir.

Compartir el artículo

stats