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Hipócritas, cínicos, manipuladores

"Un escándalo muy inglés": Stephen Frears se burla de las peores esencias nacionales

Como ya dejó escrito Tino Pertierra que estas tres horas son "una joya" y la interpretación de Hugh Grant excelente, me ahorro insistir en ambos aspectos: concuerdo sin dudar y me permito fijarme en otros. Si la historia se titula "Un escándalo muy inglés", cabe entender que existen comportamientos muy ingleses, que existe un fenotipo inglés, digámoslo así. Sus componentes serían la hipocresía (ese fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan), el cinismo (esa desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables) y las componendas (esos arreglos o transacciones censurables o de carácter inmoral). Al menos así lo ve Stephen Frears para contarnos la historia -basadísima en hechos reales? que hundió la carrera política del diputado Jeremy Thorpe (1929-2014), que estuvo a punto de acabar con la vida de su amante Norman Josiffe (o Scott, según) y que dejó en el ambiente una pestilencia importante tras el juicio que se siguió. Todo con el telón de fondo de aquellos 60 y 70 del XX, el pop y los hippies contra la vieja escuela británica, hipócrita, cínica y engolfada en sus componendas. La historia es conocida y fue muy aprovechada en España (lo recuerdo perfectamente) por el filón de amarillismo que los guardianes de las costumbres explotaron para mostrar a los hispanos lo cochinos y pervertidos que eran los ingleses: hasta se jugó con el apellido del político, quitándole la "h" y pronunciándolo a la española. La cosa fue que un muy prometedor parlamentario -gay sin duda, hetero ante el mundo (se casó con una mujer, fue padre, enviudó y volvió a contraer con una condesa)? de Su Graciosa Majestad se encaprichó de un mozo de cuadra, le puso piso, tuvieron sexo, se cansó de la novedad y quiso cortar. Pero el muchacho -once años más joven? no pensaba igual. De modo que comenzó a pedirle cuentas a Thorpe y, erre que erre, a exigirle que le facilitase una tarjeta de la Seguridad Social, como le había prometido. Había cartas comprometedoras por medio y el hipócrita Thorpe puso en marcha el cinismo y las componendas. Tiró de amigos, de influencias, dejó caer aquí y allá (entre copa de oporto y comida en los clubs privados y muy exclusivos para caballeros) lo muy molesto que se había vuelto aquel otrora encantador chaval, un tanto errático por otra parte. Y, sobre todo, que aquello había que solucionarlo, había que eliminar a Norman, de todas todas. De modo que se trama una conspiración chapucera que acaba con una perra como víctima mortal y con un proceso en el que un juez instruye con vehemencia sorprendente al jurado sobre el veredicto que deben dar: hay que verlo, hay que ver los planos contrapicados al respecto.

Frears se burla con dureza de la hipocresía, el cinismo y la manipulación componedora. Pero adopta para hacerlo un tono casi jocoso: provoca la sonrisa del espectador ante tan trágico asunto, tirando de ironía o, mejor, de sarcasmo. Desmonta el tinglado falsísimo de la moral victoriana con esa cara que la madre Ursula Thorpe compone: esa dignidad de clase, ofendida. Con el pusilánime Peter Bessell (gay a tanto por ciento), amigo hasta que pintan bastos: un judas luego. Con el abogadete Carman (asimismo gay porcentual), que da pie a la escena memorable de por qué Norman y no otro. Con el asesino contratado Newton, un patán no sé si ridículo o estúpido. Hasta con el sombrerito que Thorpe no apea. Toda una galería de secundarios espléndida, que contrapuntean una historia que vaya usted a saber si fue de amor o simplemente de un aventurero que se considera por encima del bien y el mal al pertenecer a la clase de los que mandan: hipócritas, cínicos y maestros de la manipulación con tal de que nada cambie y se sigan hundiendo los de siempre. Eso es, una joya en solo tres capítulos.

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