Si bien ya sabrán vuesas mercedes que aún el peor de los libros es más duro de roer (de escribir) que las mismas piedras, también cualquier prueba ciclista, si se disputa, si el travieso geniecillo de la competición encabrita al personal, convierte el asfalto en adoquines y los repechos en muros. Unos y otros son componentes indispensables de las clásicas, las carreras de un día en las que nació el ciclismo. Ellas no necesitan grandes puertos para convertirse en monumentos ciclistas, tienen su propia mítica. En ellas se corre como si te persiguiera un «tsunami», los ciclistas se entregan sin guardar nada para mañana, y sólo gana uno, que pasa a inscribir su nombre en el libro de la fama del oficio.

Libro en cuyas páginas centrales aparece, esculpido a martillazos de coraje entre la nieve, un solitario Hinault, para ganar la Lieja-Bastogne-Lieja de 1979. O el sprint que gana Roger de Vlaeminck en el Campeonato de Zúrich, nada menos que a Mercks y a Moser. Precisamente la carrera suiza, conocida inicialmente como «la carnicería de Zúrich», transcurre por paisajes intercambiables con los de la montaña asturiana, pues al menor descuido el Oberland se confunde con las faldas lenenses y quirosanas de Ubiña. Quizás esa familiaridad fue la que le facilitó el triunfo a Samuel Sánchez en el 2006.

Así que en este revuelto mundo del ciclismo tenemos la suerte de tener una clásica, tan próxima a la Vuelta a Asturias que queda oscurecida. Pero permanece la marca. Y eso es importante, ahora que el ciclismo cotiza a la baja y es posible comprar posiciones. Algunas carreras son centenarias y otras, como la Clásica de San Sebastián, no llegan a los treinta años. Pero todas tienen hitos geográficos que dan originalidad a la carrera. El bosque de Aremberg en la París-Roubaix, el muro de Gramont en el Tour de Flandes , el Jaizquibel en San Sebastián, o el Poggio y la Cipressa en la Classicissima, que en 1983 le dieron una memorable victoria a Guissepe Saronni, entonces en su plenitud de campeón del mundo.

Centenares de kilómetros, paisajes simbólicos, accidentes geográficos, el calor de la afición, son componentes indispensables de las clásicas, pero todos esos factores no se alinean de manera natural para componer una carrera bella. Los crea, los maneja y los coloca en la posición y dosis correctas el organizador. Tal magia la dominaba Vicenzo Torriani, quien harto de ver ganar en su Classicissima a los sprinters flamencos les hizo un sortilegio que alejó la culebreante carretera de los cabos (cappo Mele, cappo Cervo y cappo Berta) de la meta y les metió entre medias la subida al Poggio en 1960 y, para seleccionar aún más la carrera, desde 1982 la Cipressa. Pero en esas misteriosas artes no se queda atrás Jaime Ugarte, el hechicero de la Clásica de San Sebastián, quien coloca el Jaizquibel más o menos cerca del final para mover, abrir y realzar la carrera. A esta singular cofradía pertenecía el recordado Mendo, la de los hacedores de carreras, a la que Asturias aporta otros nombres relevantes como el del mierense Florín, unido a la Clásica Valles Mineros,

Su mundo ciclista no estaba sostenido por el inmenso cañamazo actual de regulaciones y códigos, sino por el genio y la pasión creadora. Hoy el ciclismo se mundializa en medio de grandes disputas internas y es desplazado en las televisiones a los rincones de la programación que dejan los grandes complejos industriales-deportivos.

La esquemática trama del espectáculo ciclista, la aparente rutina del esfuerzo excesivamente prolongado, la debilidad y fragmentación del aparato comercial, la dureza del sacrificio deportivo no corren a su favor. Pero en los sábados claros que el Noreste hace a la primavera, las carreteras se llenan de personas que juegan a ciclistas. Si no fuera por el estado de los arcenes el ciclismo, que a fines del XIX se decía que era un beneficio social, incluso sería saludable para sus practicantes. Ellos forman una parte de los 12.000.000 telespectadores que el año pasado tuvo la Clásica de San Sebastián, y muchos sintieron entonces que les gustaría jugar a ciclista subiendo por Fuenterrabía. Para ellos se organizan clásicas paralelas ciclodeportivas, que vienen a reforzar la clásica de los profesionales y atraen ciclodeportistas de todo el mundo, abriendo un nuevo nicho de mercado al turismo deportivo para el cual Asturias está especialmente preparada.

Si tenemos un territorio ciclista, que fácilmente se confunde con el Oberland, si queda el magisterio de viejos «comendattores», si disponemos de marcas clásicas, por qué no mezclarlos para hacer algo grande en el siempre atractivo mundo del ciclismo. Pararse significa el Narancocidio.