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La villa marinera estaba felizmente afrancesada a finales del siglo XIX

Florencio Valdés fue uno de los ideólogos de los Campos Elíseos y logró implantar el sistema de los tranvías tirados por mulas

Un tranvía tirado por mulas en la calle de los Moros. COLECCIÓN ARMANDO SUÁREZ LÓPEZ

Todo el mundo asevera estos días que también es París, pero no conviene olvidar que a finales del siglo XIX la villa gijonesa ya estaba felizmente afrancesada. No solamente en usos y costumbres, sino también en tejidos, complementos y gastronomía que cuando llevaban la etiqueta "de París" era un aval de garantía de calidad.

Así, en el primer hotel importante que abrió en Gijón fue "La Iberia" -frente a los Jardines de la Reina- ya se dejaba bien claro en 1866 que era el "Grand Hotel Français" y, ¡cómo no!, su dueño era el ciudadano francés Luciano Malet.

Las mesas redondas en los restaurantes potenciaban la comunicación en las relaciones sociales. Gracia Suárez Botas recuerda en el libro "Puerto de Gijón. Escala Turística" que "en 1867 aparece una obra que va a ser fundamental el "Livre de Cuisine" de Jules Gouffé, chef de bouche del Jockey Club. Este libro establece por vez primera la división entre cocina casera y la gran cocina, afirmando que la cocina francesa debe ir por el sendero dela razón, la higiene, el buen sentido y el buen gusto, evitando lo pretencioso y lo extravagante? Este protagonismo francés va a verse claramente reflejado en los hoteles gijoneses más elegantes, que editan sus menús en lengua francesa. Esta moda chic también se hace patente en otras costumbres vinculantes al restaurante como en la denominada table d'hôte, o mesa redonda, que estuvo en uso en la mayor parte de los hoteles asturianos hasta los comienzos del siglo XX. Grandes mesas en las que la costumbre requería que se tomase asiento por orden de llegada al comedor, lo que favorecía la sociabilidad tan característica de la segunda mitad del siglo XIX poniendo a prueba la buena educación y las habilidades sociales de los comensales. Para los hoteleros, los buenos modales y la animación de sus mesas redondas fueron, durante estos años, elementos decisivos del éxito de sus negocios. Costumbre que se ve muy pronto desplazada por las mesas independientes que favorecerá la intimidad y la privacidad de los clientes".

Además de la atracción turística hacia los balnearios, también hay que tener en cuenta la influencia social de la llegada, a mediados de siglo, de numerosas familias francesas que vinieron a trabajar a la innovadora fábrica de vidrio "La Industria", al acudir a la llamada del técnico suizo Luis Truan Lugeon. Sus viviendas estaban en la calle que ayer se llamaba Aller y hoy lleva el nombre del fundidor metalúrgico Acebal y Rato, pero que popularmente era conocida como "el callejón de los franceses".

Gato del Humedal en lugar de conejo de monte, en los más prestigiosos banquetes. El detallista historiador Francisco Prendes Quirós da una perfecta visión de la otra cocina francesa, la de las comidas caseras de los potentados. De ahí que sea especialmente importante reseñar cómo destaca la diferencia gastronómica con los banquetes que el empresario Melitón González daba en su casa del Humedal: "En ellos fue casi obligatorio el plato de "conejo de monte", bien en ragout, o bien en albóndigas, que con maestría incomparable preparaba la cocinera conocida por "Cheres, la del francés", por ser viuda de un "soplador" de la fábrica de vidrios de Anselmo Cifuentes. Los comensales nunca sospecharon que los famosos guisos de "conejo montés" fueran en realidad de "gato del Humedal", serenado, adobado y cocinado como solo las mujeres del midi francés sabían hacerlo. "Cheres" había aprendido el secreto del camuflaje gatuno en la casa del señor Vincelle, en el callejón de los franceses. El conejo se servía con patatas y verduras procedentes del huerto de "Casquitos" -el hortelano carlista- e iba regado siempre con el mejor Burdeos de la afamada bodega de Melitón González. En ninguna ocasión que se recuerde faltó el remate de un excelente aguardiente de caña habanera".

En aquel ambiente afrancesado tiene que hacer necesariamente su entrada el inolvidable Florencio Valdés (Gijón, 1836-1910), muy viajado él y gran amante de la Naturaleza y de la jardinería, cuyos grandes conocimientos técnicos desarrolló en la finca de "La Isla" de Deva -donde nació el maravilloso Jardín Botánico Atlántico- cuya inauguración oficial también fue en julio de 1868, con presencia del alcalde Marco de Costales. El sofisticado banquete fue servido, evidentemente, por la famosa madame Garreau, propietaria del "Hotel Française", ubicado en la calle Corrida.

Las originales calderetas de Anacleto Alvargonzález en "La Isla" de Deva. Pero no todo fue cocina francesa en "La Isla", no. En su imprescindible libro "Los pilares de Gijón", Francisco Prendes Quirós rememora una de aquellas calderetas en "La Isla" -colofón como comida de trabajo tras intensas negociaciones en busca de financiación de un banquero francés para sus proyectos- que pronto se hicieron muy famosas. Anacleto Alvargonzález preparó una de sus originales calderetas -con salmonetes, tiñosos y lubinas- que uno de sus operarios Luis Fandiño había pescado en el caladero de Peña-Rubia, ya que Anacleto lo prefería al del Musel, donde pescaba otro cocinero y calderero famoso Rafael Tuñón, a quien apodaban el "marqués de la Rosa". O sea que a Anacleto se le debe la iniciativa de popularizar la tradicional caldereta de los marineros.

Aunque fuese remar contra corriente en aquellos tiempos, ya que había que hacer honor al apellido y a la tradición gastronómica familiar en la casa de Oscar Olavarría -nacido en la Bayona francesa, si bien de origen vasco- no se perdían tampoco las buenas costumbres y allí los platos que primaban eran los pescados del Cantábrico en salsa verde y las empanadas.

La instalación del gran parque de atracciones de los Campos Elíseos. Gijón iba a más y tres amigos treintañeros Florencio Valdés, Antonino Rodríguez San Pedro y Ángel García-Rendueles y González Llanos comprendieron -antes de que la larga polémica entre apagadoristas y muselistas los dividiera en dos irreconciliables bandos- que a la ciudad le hacía falta la instalación de un gran parque de atracciones complementado con un teatro para todo tipo de espectáculos, como existía en los parisinos Campos Elíseos. De ahí que en 1873 solicitaron al Ayuntamiento de Gijón la cesión de unas tres hectáreas, en la carretera de salida de Gijón hacia Villaviciosa, en unos terrenos conocidos como La Florida.

El proyecto lo encargaron al padre del pintor Darío de Regoyos, pero finalmente se optó por el diseño del arquitecto Juan Díaz, quien curiosamente no quiso cobrar honorario alguno, por lo que como gratitud se le puso el nombre de su hija: de ahí lo de "Teatro Circo Obdulia".

Quienes tuvieron la iniciativa no se podían olvidar de sus recuerdos de París y así, a la entrada de los jardines del teatro, colocaron dos caballos de metal, similares a los que adornaron el palacio de Luis XVI de Francia en Marly-le-Roi -que después de la revolución de 1789 fueron trasladados a la plaza de La Concordia- que habían contemplado extasiados aquellos inquietos gijoneses que pasearon por los míticos Campos Elíseos. Ahora se encuentran a la entrada del Hipódromo de Las Mestas.

También fueron conscientes de la necesidad de lograr un medio de transporte público desde la calle Corrida hasta allí, por lo que presentaron al Ayuntamiento el proyecto de creación de una línea de tranvías tirados por mulas. No era una idea original, sino que también la inspiración vino del descubrimiento en aquel París del alma, pero sabido es que las cosas de palacio van despacio y no tuvieron rápida respuesta: el Ayuntamiento concedió la licencia quince años después.

El "Teatro Circo Obdulia" -al final acabó llamándose "Los Campos Elíseos"- era una de los más grandes de España, ya que tenía capacidad para tres mil quinientas personas entre el patio de butacas, los palcos y la galería. Con el tiempo el pueblo a la galería la bautizó como "el gallineru" y, desde allí, uno de los que ejerció la costumbre mantenida durante décadas de orinar sobre el patio de butacas -cuando se apagaban las luces y no te podía ver el acomodador- fue el irreverente Aurelio Suárez, luego famoso pintor surrealista, quien así demostraba ya su rebeldía social.

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