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Rambal

De crimen impune a justicia poética, propuesta de nombre para el centro cultural de Cimadevilla

No hubo justicia para el crimen de Alberto Alonso, Rambal. Él sí vio el rostro de quien le arrebataba la vida, una noche de abril de 1976 en su casa de Cimadevilla, pero dejó este mundo sin gritar esa y otras verdades. A saber qué pensamientos tuvo aquel instante, consciente de que, como diría Gil de Biedma, la muerte era ya el único argumento de la obra. A qué postrera conclusión llegó en su agonía, antes de ir mentalmente a cerrar los ojos al regazo de su madre.

Recuerdo de niña los rumores resolviendo el caso. En aquel Gijón y aquel tiempo de realidades paralelas, donde la homosexualidad no existía por decreto y tanta sed invisible se saciaba en incursiones desesperadas, culpables, clandestinas, entre el mundo respetable y el submundo de márgenes y miserias.

La normalidad siempre se dicta desde arriba y es implacable. ¿Quién querría ser un desviado? Las personas se detestaban a sí mismas y detestaban a otras en una trampa tóxica de ida y vuelta, días y noches, dobles vidas. En esa frontera murió Rambal. Tal vez víctima de un hombre con reputación, tal vez de un pobre diablo con el que compartía calle y pobrezas. Quizás aún viva quien empuñó el cuchillo en la última página del drama.

Me pregunto cuántas veces murió Rambal antes de morir. Vecino servicial de día para sobrevivir sintiéndose útil, artista marginal de noche para dar salida a emociones prohibidas. Cuánto dolor detrás de su alegría militante, cuánto miedo tras la valentía de reivindicar su normalidad, cuánta desesperación en su malvivir, cuanta indignidad aguantada y llevada con dignidad, cuánto amor y desamor. Hay vidas convertidas en auténticos campos de minas.

Es verdad que, con la perspectiva de la distancia, Rambal es un personaje y su existencia una tragedia en tres actos grabada en nuestra memoria de ciudad. Libros y documentales han recreado ya la vida de este gijonés cuya heroicidad fue simplemente ser él mismo. Ello le convirtió en víctima permanente del sistema y definitiva de un desalmado que se cruzó en su camino, seguramente rebotado de parecidos miedos y frustraciones.

El bailarín gijonés Pablo Dávila ha puesto en marcha una iniciativa para que la antigua fábrica de Tabacalera, reconvertida en centro cultural, lleve el nombre de Rambal. En ocasiones la mirada limpia, la bendita ingenuidad de la juventud nos hace reparar en las injusticias endiabladas que dejamos que se perpetúen. Si al final -ojalá- esta propuesta se materializa, no habrá habido justicia humana para Rambal, pero sí poética.

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