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Sariego

Nuevas epístolas a “Bilbo”

José Manuel Sariego

Achaques

Las consecuencias físicas del paso del tiempo

Miguel Álvarez era maestro. Esbelto y fornido, que no gordo. El verano de su jubilación programó un viaje a Portugal. De aquella estaba de moda visitar al país vecino. Un consejero le recomendó que solicitase el seguro europeo de vehículos, la llamada hoja verde, porque los hoteles portugueses carecían de aparcamientos vigilados. Eso le dijo. Otro entendido le aconsejó que se hiciese un reconocimiento médico antes de viajar, por si las moscas. Así lo hizo. Con tan mala fortuna que el resultado de los análisis pronosticó males sin cuento. En síntesis, que no se le ocurriera comer ninguno de los productos de la matanza que le guardaban todos los años sus cuñados de León. Y que volviera al cabo de una semana porque esa amarillez del rostro le daba mala espina al galeno. Eso pasó. Miguel se acojonó tanto que anuló el desplazamiento a Cascais. Lo peor no fue eso. Lo fatídico fue que murió de una hepatitis aguda a los seis meses de aquel juicio médico.

Augusto Serrano, próximo a la edad de jubilarse, es policía local encargado del parque infantil de tráfico. Presenta –este sí– una constitución tirando a obesa. Dicen que es capaz de irse a por un milhojas de Corvera a Covadonga. Una diabetes galopante lo tiene enclaustrado en el HUCA desde hace bastante tiempo. Y mira que Augusto aparentaba estar sano como un roble. Meses hace que nada se sabe de él.

Venancio Ordóñez, que se recupera trabajosamente de un ictus que le atrancó la movilidad de la parte izquierda del cuerpo, me cuenta, en apenas veinte minutos, todo eso y más durante la conversación mantenida en un banco de la plazoleta cercana a nuestras viviendas. Ambos al sol. Venancio narra las cosas como las escribo, con una naturalidad que espanta, con esa familiaridad que nunca entenderán los ingleses, a quienes les parece de mal gusto hablar de enfermedades, de dolencias, de achaques valetudinarios. O eso está corrido. Y me lo cuenta a mí, “Bilbo”, que ando con la próstata soliviantada, que tengo perforado el tímpano del oído derecho, que veo mal de cerca y de lejos, que me merma la masa muscular a la velocidad de un chupachús en la boca de un guaje. Como te lo digo. Y no lo cuento todo.

Si nos agarrásemos a los axiomas populares, se podría fácilmente concluir eso de que vale más no llegar a viejo. Pero, sustentándonos en los mismos y tradicionales dichos -que subsisten, como en botica, para todos los gustos y remedios, que sirven para rotos y descosidos-, de igual forma se podría determinar que mejor será vivir para contarlo. O, también, que nos quiten lo bailao, “Bilbo”.

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