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Casimiro era de casa

Se convirtió en la voz que, con dicción impecable y un timbre inconfundible, contaba la vida de una ciudad, la suya, la única posible

Mi señor padre (Jaime García, dependiente de Confecciones La Mina, en la gijonesa plaza del 6 de Agosto) ganó muchos enteros cuando supimos que se codeaba con Casimiro Álvarez, Radio Gijón, La Voz de la Costa Verde: si mi padre merecía la atención de un tipo que hablaba (y cantaba) por la radio, que hacía reír a Mari Paz Lucas hasta que la pobre perdía el resuello, que regalaba comidas en el bar restaurante Vilaflor… es que Jaime García, como Bruce Wayne, tenía una doble personalidad que trascendía con mucho su envoltura mortal. Y lo que valía para mi padre, valía para todo lo demás en el Gijón gris de la interminable posguerra, que acabó cuando a “Volver a empezar” le dieron el óscar: Casimiro hacía trascendente lo cotidiano.

También Aurora, mi madre, conocía a Casimiro. De hecho, no había mucha distancia generacional. Lo cierto es que en aquella ciudad abierta era difícil pasar inadvertido. Eso planteaba en el personaje una compleja dicotomía. El mítico Casimiro era de casa, pero, al mismo tiempo, un sujeto difícilmente clasificable, como ese primo raro con ínfulas de rapsoda, escritor de versos y veta actoral que hay en casi todas las familias. La paradoja de Casimiro se formulaba en estos términos: si es tan bueno, si es tan genial, ¿cómo es que Casimiro no está en Madrid, por qué sigue haciendo radio piquiñina para la aldea gala que sobrevive al asedio del Cantábrico en esta esquina del mundo?

A lo mejor es que Casimiro, quedándose en su Gijón, había buscado y alcanzado la improbable cuadratura del círculo, haciendo que lo cotidiano fuera trascendente. Como antes Ludi, Adeflor y tantos otros inspirados juntaletras, aquellas pequeñas cosas de todos los días adquirían, al ser contadas por la radio, una fuerza insólita, una dimensión inesperada. La aldea gala ya tenía su propio relato: lo único que necesitaba (y que sigue necesitando) es un relator. Casimiro se convirtió en la voz que, con dicción impecable y un timbre inconfundible que conservó hasta su último aliento, contaba la vida de una ciudad, la suya, la única posible. Esa y no otra es la misión irrenunciable de la radio local, algo que parecen haber olvidado los mandamases de las grandes emisoras.

Casimiro Álvarez militó siempre bajo esa bandera. Germán Heredia, su sobrino, que heredó su insobornable vocación radiofónica (aunque quizá todavía no lo sepa), me contó hace unos días que le había comentado a Casimiro cómo habían quedado para comer antiguos compañeros periodistas de Radio Gijón. Casimiro, con sus lúcidos 97 años, lo cortó en seco: “No somos periodistas: somos comunicadores de lo que ocurre”. Fue su última lección y la más importante, la que deberíamos recordar cada mañana quienes, contra todo pronóstico, seguimos empeñados en contar la vida desde este lluvioso rincón del planeta. Todavía no lo sabemos, pero el tiempo se encargará de demostrarnos que con Casimiro Álvarez se ha ido un héroe local. Necesario, cotidiano, trascendente. El último, tal vez. Uno de los nuestros.

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