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Macrino Fernández Riera

Separada con el permiso de su marido

La escritora consiguió de su exmarido, bajo cuya tutela legal seguía, un poder notarial que le permitió continuar con la publicación de sus obras

Grabado de Camacho (1876) publicado en «La Ilustración Española y Americana» el 29 de febrero de 1876, pocas semanas antes de su boda.

El día del estreno de "Rienzi, el tribuno" preguntaron al dramaturgo José Echegaray por su opinión acerca de la autora de aquella obra, y el también político e ingeniero contestó lo que sigue: "Una maravilla. No se parece a ninguna de las Safos del siglo; hace resonar los viriles acentos del patriotismo, y siente la nostalgia de la libertad como si fuera un correligionario de don Manuel Ruiz Zorrilla. Una mujer muy poco femenina".

El señor Echegaray parece mostrar con su respuesta que no ha conseguido desembarazarse de los estereotipos que unen patriotismo con virilidad y convierten en "poco femenina" a la mujer que, apartándose de los registros líricos que le son atribuidos, decide adentrarse en la rotundidad del patriótico verso. Cabe suponer cierta sorpresa en quien, andando el tiempo, se convertirá en el primer nobel español cuando su interlocutor le replica: "No lo crea usted, don José. Tiene la muchacha novio y está muy enamorada de él". Ciertamente, Rosario de Acuña tiene por novio a un joven militar, teniente de Infantería con el grado de capitán que le fue concedido por méritos de guerra.

No será solo en el ámbito literario donde se encontrará con cortapisas o limitaciones debidas a su condición de mujer, como bien tendrá ocasión de comprobar cuando, no tardando, pase a ser "la mujer de". El imaginario colectivo, cimentado sobre arraigados soportes religiosos ("Con dolor parirás a tus hijos y, no obstante, tu deseo te arrastrará hacia tu marido, que te dominará"), había situado al esposo y a la esposa en niveles diferentes, y la legislación civil asumió y sancionó tal desigualdad: la mujer debe "obedecer a su marido, vivir en su compañía y seguirle a donde este traslade su domicilio o residencia […], no puede administrar sus bienes ni los de su marido, ni comparecer en juicio, ni celebrar contratos, ni adquirir por testamento o ab-intestato sin licencia de su marido…".

El sábado 22 de abril de 1876, dos meses después del estreno de "Rienzi", la joven escritora Rosario de Acuña Villanueva y el más joven aún teniente de Infantería Rafael de Laiglesia Auset se otorgan mutua promesa de perpetua fidelidad ante el católico ministro y sus respectivas familias, muestra representativa de la clase acomodada del nuevo Estado liberal. Tras la boda, pasan su luna de miel por tierras andaluzas y a su regreso, casi sin tiempo para estar con los suyos, deberán alejarse de nuevo de su Madrid natal, pues a Rafael le han destinado al Depósito de Ultramar que tiene su sede en Zaragoza.

En la capital aragonesa la pareja podrá lucir sus mejores galas: al oficial le ha sido autorizado el uso de la Medalla Conmemorativa de la Guerra Civil; la escritora, probablemente estimulada por el ambiente militar que la rodea, estrenará en un teatro local un nuevo drama titulado Amor a la patria, dedicado a "los nobles descendientes de los inmortales zaragozanos de 1808".

Es entonces, al inicio de aquella nueva etapa, cuando la "muy enamorada" y joven esposa escribe en un ejemplar de "Rienzi" –el exitoso drama que le ha abierto las puertas del parnaso nacional– la siguiente dedicatoria: "A mi marido: / Sobre palmas de laurel / entré en la escena española; / allí me encontraste, sola; / ¡no lo olvides, Rafael!"

Algún tiempo después algo parece agitarse en la vida del joven matrimonio: a finales de enero del ochenta, el militar es dado de baja en su anterior destino; posteriormente, es autorizado a trasladar su domicilio a Madrid. Rafael consigue por entonces una plaza de visitador en el Ministerio de Agricultura, donde el primo Pedro Manuel de Acuña ocupaba el cargo de director general. En marzo del siguiente año pasa a la situación de supernumerario en el Ejército "a fin de dedicarse a asuntos de familia", obteniendo seguidamente autorización para residir en Pinto, una pequeña localidad del sur de la provincia, donde la pareja se ha hecho construir una casa de campo.

Grabado de Camacho (1876) publicado en «La Ilustración Española y Americana» el 29 de febrero de 1876, pocas semanas antes de su boda.

Una nueva oportunidad

Han pasado casi cuatro años fuera de la capital y, a la luz de lo que sucedió después, no podemos menos que sospechar que durante ese tiempo las cosas no debieron ir tal como habían imaginado. Los cambios de residencia y de trabajo parece ser que obedecieron a los acuerdos a los que llegaron después de que se hiciera evidente que las cosas no iban bien entre ellos: se dan una nueva oportunidad, un tiempo de prueba, para ver si en el nuevo escenario y con nuevas ocupaciones las cosas mejorarían. No fue así.

En el mes de enero de 1883 la escritora, y campesina (pues buena parte de su tiempo lo dedica al cuidado de sus animales y plantas), recibe un duro golpe al producirse el fallecimiento de su padre. Aquella muerte imprevista y prematura precipitó la ruptura de su matrimonio. Antes de que acabe el mes Rafael cesa en su puesto como visitador en el ministerio. Todo se acabó. En el mismo ejemplar de "Rienzi" que siete años atrás había dedicado a su marido, Rosario registró la fecha de la ruptura, añadiendo a la primera quintilla esta otra que aquí se escribe: "27 de abril de 1883: / ¡Siete años de ayer a hoy! / Vivo entre penas, sin gloria... / Tienes mi cuerpo... ¡la escoria! / Sola estaba; sola estoy".

Pocos días después de esa fecha Rafael se encuentra en Badajoz, donde desempeña el puesto de jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España, mientras que Rosario permanece en la casa de Pinto. Desde entonces vivirán separados, por más que legalmente sigan estando casados. La legislación liberal decimonónica no contemplaba ninguna otra posibilidad de disolución del matrimonio que no fuera la muerte. Ni siquiera lo hizo la Ley del Matrimonio Civil de 1870, que se mostró tajante: "El divorcio no disuelve el matrimonio, suspendiendo tan solo la vida en común de los cónyuges y sus efectos".

En cualquier caso, la suya había sido una boda católica, no civil. Legalmente Rosario continuaba siendo una mujer casada y lo seguiría siendo hasta que la muerte disolviera el vínculo que había contraído cuando contaba veinticinco años de edad. Aunque estuviera separada de hecho, permanecería sujeta a la tutela legal de su marido, debiendo contar con su autorización para comparecer en juicio o para comprar y vender bienes; tampoco podrá publicar escritos, ni obras científicas ni literarias de que fuere autora, sin su consentimiento.

Desconozco cuál o cuáles fueron las causas de la ruptura. Si se produjo, como he visto escrito en más de una ocasión, por la infidelidad del marido o se debió a otras razones que tenían más que ver con la asfixiante cotidianidad del escenario urbano en el que habían vivido durante su residencia en la capital aragonesa.

"Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre...": sus propias palabras parecen alentar ambas hipótesis. En cualquier caso –haya sido cual haya sido la causa, de haber una sola–, lo que parece cierto es que ella ha decidido dar por terminada su etapa de mujer casada y que, sin duda, es consciente de cuál será su situación desde el momento en que recupere su soledad. A partir del último sábado del mes de abril del año ochenta y tres, Rosario de Acuña será, de hecho, una mujer separada de su marido, sí, pero aún le deberá obediencia y precisará de su consentimiento para hacer públicos sus escritos.

Siete años después de su boda expresa su desaliento al pie de la dedicatoria: "Vivo entre penas, sin gloria...". Rosario y Rafael acordaron su separación. "Sola estaba, sola estoy". Treinta y dos años tenía entonces: toda una vida por delante, que en ningún caso debiera de estar supeditada a ninguna tutela. De ahí la importancia de aquel documento, del "amplio poder marital que para todo género de asuntos me otorgó el que fue mi marido al tiempo de nuestro mutuamente convenido divorcio".

Por más que no le viniera mal el dinero, "la escasa pensión" que Rafael le entrega, aquel documento cuenta con un valor inestimable: le devuelve la libertad. Tiene en sus manos un preciado salvoconducto para transitar por los inescrutables vericuetos de aquella España fuertemente condicionada por el espíritu y la letra del Concordato, firmado en 1851 por el papa Pío IX y la reina Isabel II y vigente hasta la Segunda República. Gracias a aquella libertad otorgada, Rosario puede seguir sola su camino, puede firmar los contratos de edición de "El crimen de la calle de Fuencarral" o de "El padre Juan"; arrendar en la localidad cántabra de Cueto la finca en la que instalará su granja avícola o comprar un terreno sobre los acantilados gijoneses, en El Cervigón, donde se hará construir la que será su última morada.

Separada por voluntad propia y con los papeles en su poder, camina de nuevo, y lo hace con la mirada larga, pues sabe bien que aún queda mucho para lograr que mujeres y hombres sean considerados iguales ante la ley, que ardua habrá de ser la batalla contra la postergación social de la mujer: "Todas las amarguras, y las humillaciones, y los trabajos, y las penas, y los sacrificios, y las anulaciones, son nuestras; y todas las felicidades, y las grandezas, y los descansos, y las satisfacciones, y las glorias, y las dignidades, serán de nuestras nietas".

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