-En su infancia fue muy travieso.

-Sí. Vivíamos junto al puente entre Sama y La Felguera, enfrente de la sidrería Miramar. Como no había tráfico, andaba libre desde muy pequeño entre los paisanos. Me contaron que a los cuatro años vi cómo echaban sidra, cogí un vaso, mee dentro y subí a casa a ofrecérselo a mi madre como si fuera sidra, bebió un poco, y te puedes imaginar las consecuencias.

-¿Tiene recuerdos de sus 7 años de Sama?

-Muchos. Mis padres, mi hermana y yo vivíamos en la calle Capitán Alonso Nart, en una casa de planta y piso de más 100 metros cuadrados donde tenía la consulta mi padre, otorrinolaringólogo en el sanatorio Adaro, que llevaba algo de lo que era la naciente Seguridad Social. Recuerdo un río negro y todo manchado por el polvo de las minas, en un entorno de depresión y con maquis por el monte. Mi madre era muy de derechas y hablaba de las fechorías de aquellos rojos armados. En aquella textura gris y de cartilla de racionamiento en casa había medios de vida superiores. Iba a clase con doña Alegría, la mujer del alcalde. A los 4 años leía perfectamente unos tebeos de guerra y de prehistóricos y sabía las cuatro reglas. Mi padre andaba en bicicleta, aunque cuando yo tenía 6 años compró un Fiat Balilla de antes de la guerra que tardaba doce horas en llegar a Valladolid. Yo salía libremente con los amigos, entre ellos, Gil Carlos Rodríguez Iglesias, luego presidente del Tribunal de Justicia de la UE.

-¿Qué impresión le causó Oviedo cuando cambiaron de residencia?

-Había un cartel para los que veníamos del pueblo que decía «Oviedo, ciudad moderna y monumental. Atención a las señales de tráfico». Había semáforos, era más bonito y más limpio. Vivíamos en Suárez de la Riva. Mi padre era de La Felguera, criado en Santa Bárbara (San Martín del Rey Aurelio), y mi madre, de Valladolid. Vinieron a Oviedo porque mi padre empezó a trabajar en el ambulatorio, aunque mantuvo tres días a la semana lo del Adaro. Entré en el colegio, en el Auseva de los Maristas. Perdí la libertad del pueblo, gané la pandilla de las batallas en el Campo de Maniobras y de la exploración del Hospicio (hoy es el hotel Reconquista), que estaba abandonado, y donde jugábamos al escondite. Recuerdo a Albo, el de las conservas; a los hermanos De la Rúa y a Blond Álvarez del Manzano, que fue general. Como mi padre era cazador (heredé sus trofeos), en casa había armas y detonadores, y yo hacía unas bombitas que estallábamos junto al guardia del parque.

-Fue alumno destacado en el colegio.

-Eso me libró de las palizas tremendas que daban los frailes. Tengo buen recuerdo de los profesores: José María Martínez Cachero en Lengua; Espurz en Física y Química, al que mareábamos; Manolo Avello y Gerardo Turiel en Política, y a algunos frailes licenciados que luego se salieron de la orden. Me gustaba mucho el fútbol, pero no destacaba, así que me centré en el atletismo y llegué a ser campeón de juveniles en 1.500 y subcampeón de 3.000 y de cross. Me entrenaron José Luis Norniella y Galindo en el Cristo y en un gimnasio que había donde la Policía Armada. Fui portero de balonmano hasta que cogí miedo a los balonazos.

-Leía mucho y escribía.

-A los 11 años gastaba mi paga en los libritos de la biblioteca Pulga de Verne, Salgari, Dumas, biografías. Luego pasé a Dostoievski y cuando empecé a ir a Francia a Gide, Malraux, Faulkner, Bernanos, Malaparte... Leí mucho a la Generación del 98. No me atrajo la poesía. Escribía artículos en el mural del colegio.

-Quiso ser alumno de Letras.

-Al sacar la reválida de cuarto de Bachiller. Pensaba en hacer Derecho, porque tenía mejores salidas que Filosofía y Letras; pero me fui a Francia y, al volver, mi padre me había matriculado en Ciencias para que hiciera Medicina. Veía a mi padre en la consulta y algunas veces en el quirófano del Adaro o de la residencia, pero me sentía de Letras. Me cabreó tanto que me matriculara en Ciencias que en quinto curso no abrí los libros de Matemáticas ni de Química ni me presenté a los exámenes. Aquel verano en vez de ir a Francia lo pasé con un profesor particular, aprobé en septiembre y, doblada mi voluntad, seguí en Ciencias. De los 15 a los 17 años fue cuando más leí. Fernando Corujedo, que fue secretario de Cela, era de mi clase y leía más libros -y más difíciles de conseguir- que yo. Otro amigo lector era José Luis de Zárraga, dos cursos mayor, un sociólogo que luego fue asesor áulico de Zapatero.

-Era de Acción Católica.

-Sí, y muy religioso, pero veía las películas de 4 y 3 R y leía libros prohibidos. Relativizábamos los tenebrosos ejercicios espirituales en Covadonga reuniéndonos antes de acostarnos, a riesgo de que nos castigaran, para reírnos y no estar tan apesadumbrados por el infierno.

-¿Qué verano se fue a Francia?

-La primera vez, el de 1958, a los 14 años, a un colegio de Normandía a 70 kilómetros de París. Tren de Oviedo a Venta de Baños y Hendaya. Como allí había que esperar horas me fui a la playa y vi chicas en biquini, no con falda hasta la rodilla o albornoz. No sabía que existía el biquini y fue una sorpresa agradable. En la estación parisina de Austerlitz vi a una pareja besándose durante minutos. Francia estaba llena de coches, la gente era más abierta, el colegio era mixto y tenía compañeros con revistas de chicas casi desnudas. Sacaba mejores notas en francés que mis compañeros franceses..., que eran los que habían suspendido. Un par de veranos más tarde entendí la parte política. Francia era una democracia de las que vituperaban los periódicos españoles, tenía libertad de expresión -no había censura-, partidos políticos, y eso estaba mejor que lo de España.

-Ambiente ideológico en su casa.

-Cuando llegó la democracia mi madre votó a Fuerza Nueva y, en política, nuestras relaciones no fueron cordiales, más por ella que por mí: un hijo comunista era un desdoro ante sus amigas. En la mentalidad de entonces era peor aún que una hija soltera o un hijo homosexual. «Vale más un hijo muerto que comunista».

-¿Y su padre?

-No hablaba de política. Me quiso mucho: era chico, sacaba buenas notas y quería que fuera médico y cazador, como él. A los 10 años me obligó a conducir hasta Colloto y sin tráfico, pero lo rechacé: apenas llegaba a los pedales y me daba miedo. Me llevó de montería a Castilla y cacé cuatro perdices y conejos, pero las escopetas del 12 tenían un retroceso que machacaba el hombro y después de cada disparo el oído quedaba zumbando. No volví a cazar en mi vida, y en la mili no disparé.

-¿Usted quiso a su padre?

-Le aprecié, más cuando me hice mayor. Mi padre y mi madre no se llevaban muy bien, y esas tensiones me afectaron hasta que, con los años, tuvimos una relación más relajada. Siempre había estado intelectualmente más cerca de lo que decía mi padre. Lo que opinaba mi madre me parecía poco realista. Mi padre daba más libertad para entrar y salir. A mi madre no le gustaba que yo leyera, y tenía que hacerlo con una lámpara debajo de la sábana.

-Estudió Medicina en Valladolid, ¿por la familia?

-Tenía abuelos y tíos militares muy ultras. Afortunadamente, viví en el colegio mayor San Juan Evangelista. En Valladolid había estudiado mi padre -allí conoció a mi madre- porque quedaba más cerca que Santiago y Salamanca. Valladolid no era como Francia, ni siquiera como Oviedo, pero tenía una Universidad mayor y, aunque era una ciudad cerrada, provinciana y conservadora, los que estábamos en pensiones y colegios mayores nos relacionábamos mucho entre nosotros. Éramos de muchas partes, y esa movilidad es buena. Ahora hay una Facultad de Medicina en cada sitio, y eso encarece y empobrece la formación. Antes los albaceteños estudiaban en Valencia o en Madrid, y seguro que se formaban mejor que ahora en la de Albacete. El colegio mayor era una burbuja de libertad. Lo dirigía Felicísimo Martín Sánchez, capitán jurídico asociado a movimientos cristianos de base, nos dejaba entrar y salir y organizaba cineclub y conferencias con personas que, dentro de la legalidad, tenían inquietudes sociales. Quería que estudiáramos, pero no sólo.

-¿Ahí empezó su inquietud política?

-El primer año, no. Llevábamos tanto miedo a lo duro que era el paso a la Universidad que mis amigos y yo nos dedicamos a estudiar y redujimos la parte festiva. Saqué matrícula en todo. El segundo año nos quitamos el estigma de empollones, salíamos de vinos, íbamos a alguna «boîte» y acabamos en Comisaría por sacar a los novatos en procesión vestidos con sábanas a cantar obscenidades tabernarias delante del colegio de chicas. En aquel ambiente me desarrollé más de lo que marcaban los orígenes y el entorno de mi infancia. A los 20 años abandoné cualquier práctica religiosa y empecé a oír otra música política.

-¿Qué le pasó con la religión?

-La vi como un montaje sobre bases inexistentes, la búsqueda de algo que no se encuentra en ninguna parte, y con la impostura de que siempre había en el medio un intérprete que está tan ciego como tú.

-¿Cómo fue en concreto?

-El Opus Dei me dio demasiado la vara. En tercero o cuarto curso la caza del hombre fue tan manifiesta y conminatoria -«si no entras, te vas a condenar»- que escapé del asedio mandándolos a paseo. Querían reclutar a los más destacados del curso y nos atraían con cosas académicas para luego soltarnos un rollo apocalíptico. Iban a buscarme cada día. Dejé de ir a misa y llegue a la conclusión de que la religión era una construcción material sin base comprobable de la que no tenía necesidad. Estudié las religiones, su origen, sus relatos? Jared Diamond dice que surgieron para justificar la cleptocracia del poder.

-¿El racionalismo le ayudó en su trabajo?

-Sí, aunque hay buenos profesionales que tiene fe . Está bien, salvo cuando entran cuestiones éticas y se producen colisiones entre la teoría y la práctica, como es el caso del aborto o la eutanasia.

-El Opus Dei es una fuerza en la oncología, una rama de la medicina muy cerca de la puerta de salida.

-Están muy al quite con la eutanasia. Creen que la vida es un acto volitivo de un ser superior y, por tanto, no es tuya. Eso es indemostrable, pero, en todo caso, ¿por qué aplicarlo al que no tiene ninguna creencia? Eso demuestra su costumbre de imponer sus criterios a toda la sociedad y que no puedan comprender que no se les va a imponer a ellos abortar o la eutanasia.

-Hacen que el cáncer parezca una prueba que les manda Dios.

-Sí, eso subyace en la película «Camino». Con la eutanasia son firmes partidarios de que el dolor sea el que mande Dios y, todo lo más, unos cuidados paliativos sobre los que hay también grandes discrepancias. Los que no son ellos los entienden como una sedación cuando los dolores son muy intensos que lleva a la pérdida de consciencia que puede precipitar la muerte, una especie de eutanasia camuflada. Ellos niegan todo lo que pueda acortar la vida y aplican analgesia que no alivia todos los dolores. Creo que cada uno debe decidir su final. Hace tres años en un congreso europeo de cirugía de base de cráneo celebrado en Holanda la conferencia central fue sobre la eutanasia y la dio un médico con conocimientos de ética y leyes. Si haces eso en España, te salen un montón de fundamentalistas en contra.