España es un país sin términos medios. Sin solución de continuidad se pasa aquí de la bonanza y el despilfarro más oneroso (que no cesa) a la más estricta austeridad impuesta por prescripción facultativa. Caras opuestas de una misma realidad. Ahora corren tiempos en los que sólo se esperan ajustes y sacrificios para buena parte de la población. No se vislumbran resquicios de mejoría a corto plazo. Un Rajoy suplicante lo acaba de escenificar con un mensaje dramático: no hay dinero para los servicios públicos. Por eso resulta llamativo que una encuesta reciente muestre que el nivel de felicidad de los españoles se sitúe por encima de la media europea. Aunque, en este caso, a los encuestados les harían felices cuestiones concretas relacionadas con deseos y carencias: encontrar trabajo, disfrutar de unas buenas vacaciones, poder pagar la hipoteca, dar buenos estudios a los hijos, conservar la salud.

De cualquier modo, la felicidad es una de las ideologías más poderosas de nuestro tiempo. Se vende como una inexcusable meta humana. Incluso se asegura que el deseo de alcanzar la felicidad lo llevamos inscrito los humanos en el código genético. Un mito universal que analiza y tritura Gustavo Bueno en un magnífico ensayo. La idea de felicidad es también un formidable instrumento propagandístico y comercial para tiempos de crisis. Lo confirma, por ejemplo, el II Congreso Internacional de la Felicidad celebrado hace unas fechas en Madrid. Organizado por Coca-Cola y dirigido por Eduardo Punset, ha reunido a expertos de distintas partes del mundo que abordaron el tema desde diversos puntos de vista: sanitario, informativo, antropológico, social, económico, científico...

En el ámbito religioso, los protagonistas de este congreso han sido un monje budista de origen francés (considerado el hombre más feliz del mundo, un título sorprendente en las actuales circunstancias), para el que la felicidad proviene fundamentalmente de la meditación. Y una monja dominica de un convento catalán que confiesa que encuentra su bienestar en una intensa actividad social. Dos recetas muy diferentes para ser felices. Para otros congresistas, la felicidad tendría fuentes muy heterogéneas: la ausencia de miedo, vivir en armonía con otras especies, reducir la pobreza, controlar las emociones, ser optimistas, practicar el altruismo?

De esta diversidad se puede colegir que la felicidad es algo subjetivo. Que cada cual entiende a su modo. Lo que es una dicha para unos puede suponer un tortura para otros: hay quienes se divierten cazando elefantes y los que consideran indigna esa actividad. Y así se podría seguir casi indefinidamente.

Por último, la literatura de ciencia ficción trató muchas veces el tema de la felicidad como un mecanismo de control social. Así, en el prólogo de su novela «Un mundo feliz» publicada en 1932, Aldous Huxley vaticina que los gobiernos, apoyándose en vastas encuestas, tendrían que abordar en el futuro «el problema de la felicidad». Es decir: el problema de lograr que la gente ame la servidumbre, como resultado de una profunda revolución personal en las mentes y los cuerpos humanos.