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Las tres leyes del soborno

El delito visto desde el lado empresarial

La semana pasada, la organización no gubernamental Transparencia Internacional, que lidera la denuncia contra la corrupción en todo el mundo, dio a conocer su 19.º "Índice Anual de Percepción de la Corrupción", un "ranking" de naciones según los niveles relativos de honestidad percibidos por los ciudadanos, por los empresarios y por muy diversos colectivos. Toda la prensa recogió sobradamente el decepcionante descenso a la 40.ª posición de España en el contexto mundial.

Si Botsuana superase a España en el Mundial de Fútbol, tendríamos una revuelta nacional, pero que nos derrote en la clasificación de honestidad no parece ofendernos en absoluto. Nuestra modesta clasificación es un reflejo del hastío ciudadano gracias a chorizos como el Bárcenas, a operaciones como los ERE, el "Pokémon" o el "Campeón", porque en las encuestas no juega el instituto de la prescripción.

Hoy, "Día internacional contra la corrupción", queremos sumarnos a la celebración y presentar una de las caras del fenómeno: el corruptor. Un anterior informe de Transparencia Internacional (julio de 2013) estimaba que una de cada cuatro personas pagó algún soborno en el último año, según una encuesta de 114.000 ciudadanos de 107 países.

Solemos afirmar que la corrupción supone una importante limitación para el progreso económico o la estabilidad social, pero al mismo tiempo -ese es el problema- aporta beneficios económicos inmediatos a la empresa que consigue un contrato fraudulento o evita "burocracia gubernamental", sobre todo cuando se trata de exportar.

El soborno se ha venido produciendo -y combatiendo- a lo largo de la historia, y no siempre son predecibles ni los caminos ni sus protagonistas. En el ámbito internacional, podía intuirse lo que desveló hace unos años la comisión dirigida por Paul Volcker para la ONU: que 2.300 empresas habían pagado sobornos al régimen de Saddam Hussein. Otras corrupciones requerían más imaginación: desclasificados los documentos de la II Guerra Mundial, sabemos que Churchill sobornó a media cúpula militar golpista del general Franco para evitar la invasión de Gibraltar.

En la España actual, tras la reciente reforma de nuestro Código Penal, se ha reconocido la responsabilidad de la persona jurídica, abriendo la posibilidad de castigarla con el cierre, con cuantiosas multas, o la imposibilidad de contratar con la Administración. Esta realidad judicial cuenta con un siglo de tradición en EE UU y responsabiliza penalmente a las sociedades (¡no a los partidos políticos ni a los sindicatos!) por los delitos cometidos en su nombre o provecho, por sus representantes legales y administradores o por sus subordinados si no se ejerció sobre ellos el debido control. Esto nos lleva a un término inglés digno de boutique jurídica: "corporate compliance", es decir, la obligación a las empresas de implantar medidas de control interno o protocolos de prevención de delitos, así como un sistema eficaz de supervisión que garantice su cumplimiento. El asunto da lugar a la aparición, en las grandes compañías, de la nueva figura del "compliance officer".

¿Son realmente necesarios estos nuevos conceptos? En un reciente artículo, el profesor George Serafeim (Harvard) divulgaba los resultados de una amplia investigación sobre el impacto de la detección de casos de soborno en la competitividad de las empresas según la posición del corruptor, la forma como se detectó y la respuesta posterior de la organización.

Así, analizó la experiencia de los servicios forenses en las grandes compañías auditoras mundiales entre 2009 y 2011. Un 10% de los anónimos encuestados (unas 500 empresas) informó de que habían experimentado algún incidente de soborno al hacer negocios en países infames como Rusia, Ucrania o Sudáfrica. Eso sí, los ejecutivos corruptores pertenecían a países limpios como Australia, el Reino Unido o los Estados Unidos. Primera conclusión, que, parodiando la química, podemos bautizar "ley de la expansión del cohecho": la idea de que el soborno no existe en los estados desarrollados es un mito; es un fenómeno global que se da, en diferentes grados, en todo el mundo.

La encuesta incluía algunas preguntas hipotéticas, así como otras sobre la propia experiencia de los ejecutivos: cómo creía que la detección del delito afectaría a su empresa o, si había ocurrido, cómo afectó el soborno realmente a la empresa.

En el primer caso -el ejercicio teórico-, los entrevistados contestaron que la reputación de su empresa y las relaciones comerciales se verían afectadas muy negativamente por el soborno. Sin embargo, para aquellos encuestados que en su vida profesional se habían enfrentado al problema, el ánimo de los empleados era, con mucho, el principal factor perjudicado por el soborno. Y el ambiente laboral está directamente relacionado con el rendimiento de una empresa, incluidos los beneficios del mercado bursátil, un detalle que deberían recordar algunos empresarios déspotas.

Así, pues, el soborno perjudica a la empresa aunque nadie se entere fuera de la organización, y aporta a los directivos un segundo principio: "el soborno es más costoso de lo que piensas". Estos estudios prueban lo que todos suponemos: cuando un alto ejecutivo comete el soborno tiene mayor impacto que cuando lo perpetra un mando intermedio, porque debemos admitir pacíficamente que las organizaciones establecen el nivel medio de honestidad de acuerdo con el comportamiento observado en la jefatura, así que, desde las alturas, solo puede descender.

Cuando estos delitos son descubiertos por los sistemas de control interno de la empresa (incluyendo aquí a los denunciantes) tienen un impacto mucho menor que si son detectados por los reguladores externos. Esto nos lleva a una tercera lección, que denominaremos, por ahora, "principio del auditor rentable": las empresas que invierten en sistemas de control van a obtener beneficios. Lo que no parece importar es el tamaño del soborno. "Soborno pequeño o grande es un mal negocio a largo plazo" sería la conclusión final.

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