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Profesor emérito de Ingeniería Química

¿Deberes y reválidas?

Una reflexión sobre las necesidades educativas de España

El tema de deberes y reválidas ha sido objeto de debate en muchos países, sin que se haya llegado a conclusiones definitivas. Hace algunos días unos amigos me animaban a escribir sobre el tema. Al hacerlo como profesor emérito, con muchos años de docencia universitaria y de contacto con profesores y alumnos de bachillerato, solo puedo transmitir mi experiencia personal, sin otras pretensiones.

Deberes. Los deberes han sido a lo largo del tiempo parte consustancial con la enseñanza, en todos sus niveles. Permiten a los alumnos digerir a su propio ritmo las enseñanzas recibidas, asentar conocimientos y plantearse dudas, que lógicamente han de consultar al profesor. Asimismo, permiten memorizar algunos conceptos y definiciones en el sosiego del hogar (aunque hoy en día se margine a la memoria en los modelos educativos).

Sin embargo, en la llamada "sociedad del bienestar", parece abrirse paso la idea del mínimo esfuerzo, y que los deberes son nefastos para los alumnos. El presidente francés, Hollande, en su reforma educativa propone abolir los deberes, basándose en que algunos padres pueden ayudar a sus hijos y otros no. Los deberes deberían ser una tarea personal del alumno, pero es lógico que si éste no va bien en los estudios, los padres le presten su ayuda o lo envíen a una academia o a clases particulares (algo típico de España y que no se observa en otros países).

Hay que estar a favor de los deberes, por cuanto su eliminación no es garantía de igualar a los alumnos por abajo, y posiblemente dedicarían ese tiempo a los video-juegos o a relacionarse por internet. Los deberes no han de ser extenuantes para el alumno, que ha de disponer de tiempo para jugar y desarrollar sus aficiones. El tiempo de deberes incluso podría servir para una mayor relación familiar y para iniciar al alumno en el trabajo en equipo, si los realiza con algún compañero. Mas aún, en caso de enfermedad y de no poder asistir a clase, el alumno con una cierta ayuda podría seguir el ritmo del curso, a través de los deberes.

Siempre se pone a Finlandia como modelo de éxito en la enseñanza. Sin embargo, el modelo escolar finlandés es similar al que había en la escuela tradicional en muchos países (incluida España) hace cincuenta años. Los niños de Primaria en Finlandia adquieren ya hábitos de esfuerzo personal y responsabilidad, que les van a acompañar en el resto de su vida. No tienen excesivos deberes, pero al igual que en otros países europeos tienen lecturas obligatorias, sobre las que han de hacer una redacción y en algunos casos un resumen oral. El que los niños sepan expresarse oralmente y por escrito al final de la enseñanza Primaria es algo fundamental. En España no hay gran afición a la lectura, lo que unido al disparatado horario laboral y a las horas de luz solar, hace que todo sea mas difícil todavía.

Otro problema de la educación en España es que se considera como una cuestión política. Prácticamente, todas las leyes de educación han surgido de gobiernos socialistas, salvo la última, con dificultades para su implantación. El objetivo ha sido siempre que con independencia del esfuerzo y conocimientos del alumno, incluso suspendiendo materias cursadas, pase al curso siguiente. En algunos casos, según la prensa, ha sido la propia Consejería de Educación de alguna autonomía la que ha decidido en un despacho modificar los suspensos de algunos alumnos. El modelo satisface a los padres (potenciales votantes) y a los alumnos, pero es nefasto para los segundos que estarán limitados cuando lleguen al mundo laboral. A un país no especialmente culto con un nivel bajo de educación (informe PISA), no le queda mas remedio que un esfuerzo mayor, del que los deberes son un elemento importante.

Reválidas. El examen de reválida es algo más controvertido. En mi generación había dos reválidas en el bachillerato: en el cuarto y sexto curso de entonces. Los exámenes de reválida suponían una barrera infranqueable para muchos estudiantes. En nuestro instituto salmantino había algunos profesores (mas bien, piratas de la enseñanza) que no finalizaban el libro de texto, y en la reválida caían, de hecho, preguntas de lo no estudiado. El resultado era desastroso, y baste decir que de los noventa alumnos en mi clase que comenzamos el bachillerato, únicamente cinco llegamos a la universidad. Las reválidas se encargaron de hacer la "selección".

Como catedrático en Oviedo participé en varios tribunales de reválida en Asturias y León. El nivel de algunos alumnos de centros públicos era realmente bajo, por diversos motivos. Recuerdo un instituto de León cuyos alumnos fracasaron estrepitosamente en la prueba de Matemáticas. ¿Qué había sucedido? Una profesora de baja por maternidad y dos meses sin clase. Luego, una nueva profesora que aprobó unas oposiciones, de nuevo sin clase. En fin, hubo escasamente tres meses de clase de Matemáticas en aquel curso.

¿Deben suprimirse las reválidas? La respuesta fácil y populista sería la afirmativa. Pero es necesario arbitrar métodos eficaces (al igual que se hace en otros países) para clasificar a los estudiantes y a sus centros de estudios. La reválida que se propone parece que contribuirá en un 40% a la nota de acceso a la universidad, y desde ese punto de vista no parece descabellada. En un país que no es muy proclive a la competencia del mercado, y que prefiere los privilegios y la ineficacia del sector público, una clasificación de colegios e institutos por su calidad, podría servir de motivación para profesores y alumnos.

La planificación de las reválidas ha de hacerse con prudencia, para evitar que los alumnos se jueguen su futuro en un día aciago de su tierna juventud. Pero también la sociedad ha de convencerse que no todos los estudiantes deben ir a la universidad. Solo con sistemas rigurosos de selección de profesores (hoy absurdos y endogámicos) y de alumnos (selectividades con más del 95% de aprobados), habrá universidades de prestigio, cuyos graduados gocen de consideración en cualquier país. Estudiantes españoles que desean estudiar en algunas universidades extranjeras han de someterse a exámenes específicos, además del de idioma, para poder acceder. Es decir, que se considera que la selectividad actual no alcanza los niveles europeos. Pretender a toda costa tener un título universitario, con escaso nivel, conducirá al fracaso profesional y a la frustración personal de los titulados. Y es que un título universitario presupone conocimientos, pero no los da.

Una vez más hay que insistir que la educación en su conjunto debería ser una cuestión de estado y no puede utilizarse para hacer experimentos por cada gobierno de turno (como dijo Eugenio D'Ors: los experimentos, con gaseosa). Han de aligerarse los programas y centrarse en asignaturas clave de Ciencias y Humanidades, junto con dos o tres idiomas extranjeros. Y han de dejarse de lado asignaturas de relleno (pensadas para justificar plazas de profesorado), como la "educación para la ciudadanía" (de indudable sesgo político), que recordaba a aquella trasnochada "formación del espíritu nacional" (en el extremo opuesto). Y finalmente, es necesario que haya buenos profesores en todos los niveles educativos, con sistemas de selección de elevada exigencia, basados en el conocimiento y méritos objetivos. Solo los profesores con conocimientos y vocación podrán tener una influencia decisiva sobre los alumnos y, por tanto, sobre el futuro del país.

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