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El Reino del Tooparao

Un relato fantástico en el que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia

En la última recopilación de "Viajes a los reinos inauditos", publicada en Dublín por la editorial Jelokay, la escritora irlandesa Bety Palparke da cuenta, entre otros muchos reinos insólitos, de la existencia del fascinante Reino de Tooparao. La obra de Palparke, publicada en gaélico antiguo, estará próximamente en las calles en su versión inglesa. No hay previsiones para editarla en castellano, por lo que aprovecho la ocasión para animar a los editores locales.

No se sabe exactamente ni la situación concreta, ni la época exacta en la que el Reino de Tooparao vivió su máximo esplendor, pero se estima que eso debió suceder poco antes de la caída del imperio romano. Tampoco se sabe mucho de las causas que dieron lugar a su fundación, ni el origen de su aristocracia patricia gobernante, ni como habían alcanzado tal grado de perfeccionamiento y detalle en su organización administrativa. Se desconocen también las razones por las cuales Tooparao se había constituido en forma de Teocracia burocrática. El reino tenía no sólo como religión, sino como lema de su forma de Estado, la exaltación de la naturaleza. El hombre, pecador e impuro, debía expiar las faltas cometidas por haber ofendido a la naturaleza en el pasado y ahora, sus habitantes, en el presente, debían redimir aquel pecado original. La civilización y la cultura de Tooparao era eminente urbana. Su población se concentraba casi toda en las ciudades. El gobierno había determinado algunas zonas rurales dedicadas a la producción de alimentos y, fuera de ellas, el resto del país había sido declarada tierra santa -"rewilding land" en la versión traducida al inglés- al cuidado de una curia de sacerdotes de entre los cuales eran siempre elegidos los miembros del gobierno. Los habitantes de Tooparao salían los domingos de las ciudades en peregrinación al sacrosanto "rewilding" para admirar y adorar a la naturaleza, realizar cánticos laudatorios, disfrutar de depredaciones varias, entonar preces y aullar a la luna.

Pero la forma en la que el reino había llegado a aquella sociedad perfecta y en armonía con la naturaleza, no había sido un camino de rosas. Primero fue necesario expulsar a los indígenas que pisaban suelo sagrado, a los que se recolocó en las granjas de las zonas de agricultura intensiva o en los talleres urbanos, y luego fue necesario organizar una policía religiosa -precursora de la Inquisición que llegaría muchos siglos después- que velaba por la salvaguarda de la naturaleza virginal. El gobierno dedicaba importantes sumas de dinero a la investigación científica pormenorizada que estudiaba, una a una, la vida de los santos elementos naturales. La relación entre la teocracia burocrática del gobierno y la ciencia llegó a ser tan estrecha que con el tiempo se confundió y así los científicos parecían religiosos y los religiosos al frente del gobierno, científicos. Les unía su amor a la naturaleza y su pasión por la normativa que regulaba los paseos y carreras dominicales de los súbditos en tierra santa y reasalvajada. Ni el esfuerzo investigador, ni el legislador, cesaban, como tampoco lo hacían los intentos de los paganos por reconquistar las tierras de los que habían sido expulsados en nombre de los dioses.

El gobernador de la lejana provincia de Munirengos, situada al suroccidente de la capital de Tooparao, fue destituido y condenado al exilio por bailar un domingo delante de un roble y por atravesar una riega corriendo. Fue denunciado por una fratria de adoradores nocturnos que lo acusaron de haber pisado una gusarapa, de cambiar de sitio un par de regodones y de haber asustado a una rata de agua. En sus rituales de comunión con la naturaleza, el reino organizaba, por recomendación de la Universidad, cursos de convivencia con jabalíes, financiaba ensayos para la insonorización de gallineros, realizaba investigaciones sobre el canto de los grillos y sobre el tiempo medio de buceo de los cormoranes en el río del Olvido. A los niños de los colegios de la ciudad les llevaban lobos para que los acariciasen, se hicieran fotos con ellos y aprendieran a ser buenos adoradores.

En el reino de Tooparao, lo único que no se detenía nunca era la naturaleza. Los años de lluvia la vegetación cerraba los caminos y se colaba por los arrabales de la ciudad, lo que provocaba graves crisis de gobierno y conatos de incendios. Los defensores radicales del "rewilding" ponían trabas al desbroce de cunetas y sacaban a sus dioses botánicos a modo de escudo divino y, entonces, los miembros de las facciones moderadas del régimen eran sometidos a juicio y obligados a dimitir acusados de ignorantes y sacrílegos. Los cursos de convivencia con jabalíes no habían pasado de la teoría porque los suidos seguían empeñados en desmontar las huertas urbanas y nadie los quería cerca para disfrutar del convivium. Enterrados por la desbordante maleza, muchas especies que en el pasado habían compartido el país en armonía con los paganos, se habían extinguido. Los sacerdotes de la curia gubernamental, lejos de admitir como causa de extinción de algunos de los dioses la expulsión de los indígenas de sus pagos, pedían más dinero al gobierno para seguir investigando la misteriosa desaparición de aquellos santones naturales que adoraban.

No se sabe nada tampoco de cómo se produjo el final del reino de Tooparao. Ni cómo se llegó a aquella obsesión naturalística, ni por qué aquella obra perfecta se esfumó. Pero todo indica que la cosa fue desbaratándose paulatinamente antes de colapsar definitivamente. Los ciudadanos que salían los domingos a venerar a los dioses de las prósperas tierras del "rewilding" -tierras que antaño los indígenas, sus propietarios, llamaban en lengua nativa campo o monte- regresaban a sus casas abrasados y parasitados por las garrapatas. Desde el gobierno salieron en defensa de la evolución natural de los designios divinos, se pidió la declaración de especie sagrada para la garrapata y uno de los prelados redactó una encíclica protectora, omnium garrapatem summum, que al salir publicada generó graves altercados entre patricios, criados y plebeyos. La universidad de Tooparao, a pesar de las amenazas que sufrió por parte de las facciones más duras del régimen, no se atrevió a programar cursos de convivencia con garrapatas, tras el fracaso cosechado con los de jabalíes, y el rector fue destituido.

Cierra Bety Palparke su relato sobre aquel prodigioso Reino con la conocida sentencia del oráculo de Delfos, "méden ágan" -nada en exceso-, que al parecer un disidente contestatario había grabado antes de suicidarse sobre los muros caídos del palacio real, destruido tras el pavoroso incendio que arrasó la capital.

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