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Visiones De Ciudad

A veces, la melancolía

Una ciudad que cambia con la vida: del mundo familiar de la infancia a un espacio más grande y moderno en el que todavía queda tiempo y espacio para el sosiego

Hablar de la ciudad en la que se ha nacido y donde se ha residido habitualmente es hablar de un organismo vivo, un espacio que hemos visto crecer y transformarse junto a nosotros, casi sin darnos cuenta.

Si pienso en Oviedo, no veo sólo lo que es hoy esta ciudad, sino también el Oviedo de mi infancia, un mundo familiar y abarcable, hecho a la medida de una niña. Ese Oviedo era mi barrio, lleno de pequeñas tiendas -una vieja y oscura zapatería alojada al fondo de un portal, el pequeño establecimiento de ultramarinos, o aquella pastelería donde hacían unos deliciosos roscones de Reyes- y edificios antiguos que ya no existen, casas con enormes ventanas y extrañas molduras en la pared. También estaba el camino al colegio, el Campo -con sus barquilleros y sus asustadizas ardillas- al que nos llevaba mi padre, los toldos blancos de los puestos del Fontán, los jardines de los Juzgados, a los que entonces llamábamos "plazas nuevas" porque acababan de construirse.

Era una ciudad más pequeña y más oscura -o tal vez sea así como la recuerdo ahora-, y también un lugar hecho de sensaciones y de imágenes: el intenso aroma de las frutas y verduras del mercado al que acudía con mi abuela, aquel olor a humedad del salón de actos del colegio, gorriones piando bajo la lluvia, un pajarito caído del nido en la Corrada del Obispo y recogido del suelo por unos niños, el saúco en flor asomando sobre las verjas del jardín escondido de los antiguos depósitos de agua, el placer de lanzarse bolas de nieve en la Plaza de la Gesta -cuando todavía nevaba cada invierno-?

Algunas veces, íbamos en coche a hacer compras en el centro comercial de Salesas, y aquello era casi una aventura, un viaje al extremo del mundo, a una terra incognita, un barrio de la ciudad distante y ajeno entonces para mí. También recuerdo la fascinación de descubrir el teatro Campoamor por dentro -al que después he vuelto tantas veces-, asistiendo a un ballet al que nos llevó mi madre, el primero que vi sobre un escenario.

Más tarde, el mundo fue expandiéndose conmigo, y poco a poco fui descubriendo espacios antes ajenos en mi propia ciudad: el Campus del Milán -que recuerdo repleto de una intensa vida cultural en mis tiempos de estudiante universitaria-, los bares del casco antiguo, el Parque de Invierno con sus sendas, los cines que todavía estaban en el centro y a los que se podía ir y volver paseando, las cafeterías que albergaban tardes de largas conversaciones...

Y Oviedo fue también transformándose conmigo en ese tiempo: surgieron estatuas aquí y allá, se derribaron unos edificios y se construyeron otros, se llevó a cabo la peatonalización de numerosas calles, y la ciudad se expandió hacia el campo con nuevos barrios. Durante unos años, mi ciudad quedó atrás, al otro lado de la cordillera y se convirtió en esa pequeña patria a la que regresaba los fines de semana, cruzando el Huerna, como tantos otros asturianos repartidos por otras tierras.

Ahora, asentada de nuevo en este Oviedo que he ido redescubriendo con los años, puedo decir que es un lugar en el que me resulta cómodo vivir, fácil de recorrer a pie por más que el tráfico de sus calles parece desmentirlo, con una aceptable oferta de ocio.

Probablemente es un poco más moderna y más grande que la ciudad que conocí en mi infancia, pero continúa teniendo el sosiego y la tranquilidad de una pequeña capital del norte.

Ahí permanecen la sierra azul del Aramo y la silueta redondeada del monte Naranco, las callejuelas del casco antiguo y la aguja de la catedral -tan clariniana-.

Y ahí sigue también, pese a todo, esa melancolía de la que se impregna algunas veces, cuando parece que vuelve a ser esa ciudad replegada en sí misma, esas tardes muertas de los domingos. Pero además es, ante todo, para quien ha nacido y vivido aquí, un mundo familiar, cercano, un espacio abarcable y habitable.

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