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El termómetro

Pobres niñitos, por Manuel Noval Moro

A los niños hay que decirles que esto es lo que hay y que saldremos al parque cuando toque

"Eso vien p'acá". Mi padre acostumbraba a leer en las películas la deriva de la cultura y la educación en Estados Unidos y vaticinaba que, tarde o temprano, nosotros acabaríamos por adoptar su mentalidad. Y algo que le obsesionaba era el asunto de los niños: "son vacas sagradas", solía decir.

Tengo para mí que ha acertado de lleno. Porque hemos adoptado, casi sin matices, ese proteccionismo baboso y consentidor que caracteriza desde hace tiempo a las familias norteamericanas y, casi sin excepción, todos tenemos (la primera persona es importante: yo soy padre de dos niños) vacas sagradas en casa.

La mejor manera de comprobarlo es esa batería de mensajes de auxilio por los niños que están saliendo a raíz del confinamiento. Un tipo llega a decir en un video que rueda por ahí que los niños están "castigados", y que no puede ser, pobrecitos ellos. Hay quien recomienda ya que se busque la manera de que los pequeños salgan a la calle al menos un rato al día, para así librarlos del trauma de estar encerrados tanto tiempo.

Vamos a ver. Yo entiendo que hay niños con necesidades especiales, algunos con trastornos que los limitan mucho como el autismo, y que deben ser tomados en consideración, porque es posible que en casa estén sufriendo mucho. Entiendo también que hay un porcentaje de familias sin recursos que tiene problemas para acceder a la educación, porque no tiene internet, o incluso a la comida, porque no tiene dinero. Esos son problemas que hay que atender.

¿Pero el resto? ¿De verdad la vida de nuestros hijos se va a arruinar por estar un mes y medio encerrados? Está claro que no es fácil y yo mismo lo veo en casa, donde de vez en cuando alguien protesta por el rollazo de no salir a la calle, no entrenar y demás hábitos perdidos.

Pero la verdadera tragedia está en otro lado, en la gente mayor abocada a estar sola, incomunicada, en ocasiones hasta la muerte.

O en la gente que tiene negocios por los que no puede tirar o trabajos que puede perder, y vive encerrada y con incertidumbre.

O los que tienen que currar de sol a sol y también por la noche para sacar todo esto adelante. El resto podemos considerarnos privilegiados: tenemos techo, comida y salud.

Últimamente he hablado con mucha gente de cierta edad que sufrió penurias en la infancia: vivieron guerras, pasaron necesidades o trabajaron casi desde niños, y con el tiempo acabaron fraguándose carreras notables y abriéndose camino con mucha brillantez.

La infancia de toda esa gente fue dura en parte, y seguro que tuvieron muchos momentos de alegría.

Nosotros, por el contrario, queremos que nuestros hijos tengan una infancia siempre feliz, y a ser posible que tengan altas capacidades y habilidades múltiples. Pero, por Dios, que no sufran los pobrecitos.

Un año de confinamiento sería probablemente una tortura para todos, incluidos los niños. Si dura mes y medio, tal como parece que será, para ellos no pasará de ser una anécdota más de su infancia, algo que podrán contar a sus nietos, con alegría en la mayoría de los casos.

A no ser que sus padres los convenzamos de que son los mártires de esta tragedia, que su profundo aburrimiento y su querencia por las consolas, los móviles y la tele son el colmo del sufrimiento, y que el coronavirus ha sido para ellos un lastre que les pesará el resto de sus delicadas vidas.

Lo siento pero, sin quitarle hierro al asunto, creo que deberíamos ser un poco más responsables y decirles a los niños: esto es lo que hay, chavales, tenemos que aguantar el tirón y ya saldremos al parque cuando toque.

No se va a acabar el mundo. O si se acaba será por una razón muy distinta a pasar dos meses en pijama.

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