Eduardo García
Hace catorce días que no veo el mar. Lo tengo a cien metros de casa pero me he impuesto ese alejamiento como ejercicio de voluntad, y hasta de solidaridad. Lo escucho desde casa, es verdad, sobre todo en horas de pleamar, pero no quiero acercarme al paseo marítimo con ánimo delincuencial, mirando de reojo por si algún policía -es su trabajo- me pregunte adónde huevos voy. Este enclaustramiento temporal y relativo sirve para valorar lo obvio. No diría yo que el mar forma parte de ese universo tópico de "cosas pequeñas" que nos hacen un poco más felices, pero sí que tiene algo de droga inabarcable que nos conmueve y, en cierto modo, nos esclaviza.
Dentro de unos días, quizá un par de semanas, a lo mejor un poco más... comprobaré que el Cantábrico sigue ahí, dispuesto a acompañarme en mis paseos, cambiante y contradictorio. Me gustaría explicarle al coronavirus la magia infinita de ese mar asturiano, pero el pobre no lo entendería. Y para qué perder el tiempo.