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Dolor por la cruel partida de un amigo

José Ramón Álvarez Villa, vecino de El Entrego y de Ladines, hombre noble, tranquilo y socarrón sin rebasar los límites de la prudencia, se fue sin el adiós que merecía en mitad de una tragedia universal

La crisis del coronavirus nos abruma con lo que conocemos; más, con lo que sospechamos, y más aún, con lo que tememos. Pero, cuando esas sensaciones descienden a los casos individuales, se afilan para herirnos personalmente y la perplejidad se convierte en dolor.

Lo estoy viviendo desde que ayer por la mañana supe que había muerto José Ramón Álvarez Villa, que para mí fue siempre Cuqui el de Demetrio. Y digo siempre porque la memoria lo sitúa a mi lado desde el comienzo de mi vida junto a otros amigos de una infancia en la que crecimos muy juntos. Éramos de El Llaposu, uno de los barrios que se acabarían fundiendo en El Entrego, el pueblo que, como recién nacido, estaba aún sin bautizar con su nombre auténtico. No intentaré mencionar a esos amigos por miedo a omisiones que no me perdonaría. Diré únicamente que entre nosotros Tinín Lombardía era como un padre, y Marino, el líder indiscutible. Hasta teníamos una banda que supuestamente defendía nuestro territorio porque dábamos por supuesto que la calle nos pertenecía. Cuando disputábamos alguna pelea a peñazos, Cuqui era el que la aventaba más. En la calle jugábamos a la pelota, tratando de burlar la oposición del único guardia municipal, y, siguiendo un calendario que surgía cada año de forma espontánea pero que luego se respetaba como sagrado, lo hacíamos también a los banzones, a les chapes y a la peonza, sin olvidar los juegos más físicos, como el escondite, el pío campo o "A la una pica la mula".

Y también, como obedeciendo un mandato ancestral, pues nadie nos lo indicaba, asumíamos responsabilidades tan importantes, como, por San Juan, engalanar la fuente o preparar la foguera, en torno a la cual disfrutaríamos luego con el resto de los vecinos bajo el orpín que nunca faltaba en esa noche especial como ninguna. En todas esas actividades recuerdo a Cuqui, pero no tanto como en el ámbito, para nosotros mágico, de la panadería de su padre, donde, bajo la benevolente condescendencia de Demetrio, jugábamos a ayudar, pero, sobre todo, a descubrir los secretos de un oficio que nos fascinaba. Por allí aparecía a menudo Benigna, la esposa, que hacía honor a su nombre. Y de allí saldría el mejor regalo del día de mi primera comunión: nada menos que poder acompañar la comida de celebración con auténtico pan blanco, un manjar que Demetrio suministró a mis padres bajo cuerda porque los panaderos tenían prohibido, en aquellos tiempos de racionamiento, elaborar otro producto que no fuera el bien llamado "pan negro". Tiempos de escasez en los que muchas familias de las zonas urbanas o industriales buscaban en el medio rural un complemento a lo que podían conseguir en las tiendas de su lugar de residencia, lo que hizo que surgieran relaciones afectivas tan intensas o más que las familiares. En el caso del entreguín Demetrio y la pozarica Benigna Ladines, en el concejo de Caso, se convirtió en una segunda patria chica. José Ramón se sentiría con el tiempo orgulloso de tener casa allí y ser considerado como un vecino más.

Pero, sobre todo, en su madurez apacible, presumía de su familia. De su mujer, Valentina, compañera ideal, de sus hijos, de su hermana. Él procuró corresponder, no en vano alguien tan próximo como su hermana Conchita le definía ayer como bueno en todo, como hijo, marido, padre, abuelo y hermano. Grande, noble, tranquilo, socarrón sin rebasar los límites de la prudencia, José Ramón Álvarez Villa merecía sobradamente el adiós que no pudo tener.

Cuando todas las tardes, a las ocho, nos asomamos a balcones y ventanas a aplaudir lo hacemos porque tenemos la certeza de que nuestros sanitarios se esfuerzan hasta el límite por atender de la mejor manera que pueden, con ciencia y humanidad, a las víctimas de esta pandemia. Pero los próximos a cada víctima pueden sentir hasta qué punto es cruel el desenlace que impone esta tragedia universal: morir sin la presencia de los suyos, ser despedido en ausencia de casi todos. Ese dolor nos deja la partida de José Ramón.

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