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Luto en el borde del mundo

El gran pesar de despedir a un juez íntegro, valiente, bueno y con coraje

El pasado 22 de enero, el luto ensombreció el borde del mundo. Ese día murió en Santiago de Chile mi querido amigo Juan Guzmán Tapia, el juez íntegro, el juez valiente, el juez bueno que tuvo el coraje de procesar en dos ocasiones al brutal golpista y cruel dictador Augusto Pinochet.

Conocí a Juan Guzmán en 2007. La asociación cultural “Contigo” lo había invitado a dar una conferencia en Noreña con el título “El caso Pinochet y la defensa de los derechos humanos”, y le había preparado un buen programa de visitas. Entre ellas estaba una excursión a Tapia, solar de los ancestros del juez por línea materna; y en Oviedo, una visita al Museo de Bellas Artes de Asturias. Los compañeros de “Contigo” me consultaron si podía recibir a su invitado y mostrarle algunas obras maestras de la colección del Centro, a lo que accedí. Aquella inolvidable mañana me encontré con una persona sencilla, prudente, tranquila, de magnánima mirada y exquisita cortesía, que escuchó con respeto mi expresión de desconfianza en algunos jueces y recibió con toda modestia mi felicitación por su comprometido trabajo.

A continuación, ante las obras de arte, descubrí a un hombre educado, sensible, lúcido, muy culto, gran lector, atento conversador, lleno de curiosidad por cuanto veía. En la visita hubo tiempo para conversar sobre Chile. Con equidad y franqueza, Juan me contó detalles acerca de las dificultades del gobierno de Allende; las dramáticas consecuencias del golpe de estado; el funesto papel de la prensa en la ocultación del terror; la perversión de un sistema judicial que actuaba ante los crímenes y las desapariciones sin la debida independencia, incurriendo incluso en el desdén, etcétera. De esta forma, hermanados en íntima conversación, nos hicimos amigos.

De vuelta a Chile, Juan me envió su interesantísimo libro “En el borde del mundo. Memorias del juez que procesó a Pinochet”, y yo le correspondí con mi pequeño ensayo “El Apostolado de Oviedo del Greco”. Siempre generoso y afable, llegó a decirme que guardaba mi libro, entre unos pocos de su selección, en su velador, presto para la reiterada lectura.

A nuestro primer encuentro siguieron varias conversaciones telefónicas y un intercambio de cartas y correos electrónicos, en donde fuimos departiendo acerca de multitud de temas. Los escritos de Juan, de llamativa pulcritud y elegancia, me revelaban un humanista de vastos conocimientos jurídicos y un gran conocedor de la historia y la cultura de su país. En este sentido, el juez Guzmán hacía honor a su padre, el eminente poeta y diplomático Juan Guzmán Cruchaga; y a su tío, el gran pianista y también diplomático Arnaldo Tapia.

Mi amigo trató además a muchos de los escritores e intelectuales más destacados del siglo XX. En 1965 se graduó en Derecho en la Pontificia Universidad Católica de Chile y, poco después, obtuvo una beca para estudiar Filosofía del Derecho en París. En Francia conoció a Inés Watine, hija de un destacado miembro de la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial, con la que se casó y tuvo dos hijas: Sandra y Julia. Su brillante carrera en la judicatura chilena obtuvo resonancia internacional con el mentado caso Pinochet, si bien le exigió bravos sacrificios y acabó obturando, finalmente, su promoción profesional.

Alcanzado el retiro como juez, Juan Guzmán fungió como Decano y docente en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Central de Chile y trabajó en numerosas e importantes causas a favor de los derechos humanos.

Cuando yo mismo tuve que acudir a los tribunales para defenderme de los abusos sufridos en el Museo de Bellas Artes de Asturias –problemas con los que nunca importuné a mi amigo–, me di cuenta, a un tiempo, de su grandeza, pues pude comprobar la facilidad con la que ciertos testigos confabulados en la mentira pueden influir en una jueza mediocre o en un fiscal indolente y sin escrúpulos; la mezquindad de algunos políticos, tolerantes y protectores con el poderoso e inclementes con el débil; o la infamia, en fin, de una servil e incompetente instructora de la Consejería de Cultura, que llegó incluso a incurrir en prevaricación. Salvando las grandes distancias, la ejemplar dignidad, tenacidad y probidad que descubrí en Juan Guzmán, me ayudó a enfrentarme a aquellos padecimientos sin miedo, con serenidad y entereza.

En 2016 me reencontré con mi amigo en París. Fueron unos días maravillosos, en los que pude disfrutar de su conocimiento de la Ciudad de la luz; de su dominio de la lengua francesa –también hablaba fluidamente inglés- y de las muestras de afecto que recibía cuando era reconocido. En el transcurso de aquella estancia, Juan Guzmán recibió desde Suecia la comunicación de la concesión del Premio Edelstam, galardón en favor de la defensa de los derechos humanos, que se unía a otros que ya le habían otorgado. Eso hizo que me propusiera para hacerle una entrevista, que vio la luz en LA NUEVA ESPAÑA. Dos años más tarde volvió a depositar en mí su confianza, encargándome la elaboración de otra entrevista, esa vez en torno al tratamiento jurídico del espantoso suceso de “La Caravana de la muerte”, que publicó “Le Monde Diplomatique”. En ambos diálogos aprendí mucho acerca del ser humano y del valor del derecho y la razón en la reconstrucción de la armonía social.

Juan Guzmán, ponderado e intachable defensor de la justicia y la verdad, marcó de manera indeleble y positiva mi vida. Es por ello que siempre recordaré a mi noble amigo con el mayor afecto, gratitud y admiración.

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