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José María Ruilópez

La lucha por la vida

La distribución de las vacunas

En el fondo, el individuo está muerto de miedo porque teme perder la vida. Pasamos unos años de diversión relativa que llegó hasta febrero de 2020, un capicúa que nos ha sumergido en las cloacas de la muerte posible a la vuelta de la esquina y que ahora estamos decididamente inmersos en el temor; y titulo el artículo con la obra de Pío Baroja, “La lucha por la vida” donde aglutina tres novelas en las que describe la dureza de la existencia en el Madrid de los primeros años del siglo XX,

Y en este momento, en el que una pandemia lo invade todo, la gente cree que puede combatir el miedo con una vacuna. De ahí esa carrera de tropezones que se están produciendo en muchos ámbitos sociales de España: militares que se vacunan porque alguien cree que tienen que estar dispuestos a defendernos de un enemigo indefinido. Alcaldes, concejales, pequeños burócratas aprendices de añagazas, paseantes solitarios, miembros de la Iglesia Católica por orden del más acá, o como el Consejero de Salud de la Junta de Andalucía, que desprecia un “culillo” como resto de las cinco dosis que debe albergar una jeringuilla. Porque las jeringuillas especiales también escasean, son otras de las implicadas en esta pandemia. Unos instrumentos sanitarios que fueron el terror de nuestra infancia junto a la zapatilla, el cinturón y el palo de la escoba.

Algunos de los que se saltaron la fila ya han dejado sus cargos. Quizás todos estos que han roto el protocolo han pensando en ese dicho popular: “ande yo caliente, ríase la gente”. Ya entienden el sentido del refrán. Y por lógica, por ahorro de dosis y por cierto sentido común, este grupo de insurrectos ya está en la cola para la segunda dosis. Aunque en un golpe de rabieta, el presidente de la Comunidad Valenciana, Ximo Puig, haya dicho que no se les debía vacunar por segunda vez. Lo que ocasionaría un despilfarro de las primeras dosis, porque la inmunidad no tiene efectividad sin la segunda.

Todo esto parece estar hecho para ir entreteniéndonos, tal vez se explique en unos versos de mi poemario inédito “Tiempo imaginario”: No fingí dolor porque desconocía los sepulcros. / No vengué a mi padre porque no sabía que la malicia/ era un calvario obligatorio. Pues los sepulcros parecen no importar demasiado a los que hacen ímprobos esfuerzos para mantenerse en la cola con el fin de subir a los vagones del ferrocarril para huir de la pandemia y que los llevarán a la vacunación sin dar cuentas a nadie ni presentar documentación alguna.

Para colmo de lo irracional, algunos laboratorios están escatimando viales para venderlos al mejor postor. Se está produciendo una especie de subasta de la salud tipo “Christie’s” de Londres a ver quién da más por un esclavo al que se le abre la boca para ver su buena dentadura, se muestran sus brazos como posible obrero eficaz, o a ellas se les levantan las faldas para valorar si pueden ser aceptables concubinas; todo muy del siglo XVIII y XIX, cuando estamos en el XXI. Las multinacionales que fabrican las vacunas son las beneficiarias de una pandemia mundial sin un control decidido por parte de ningún gobierno. En situaciones donde está en juego la vida de millones de ciudadanos no vale la palabrería, ni el recuento diario de muertos e infectados por un mortecino funcionario llamado Fernando Simón, ni una nueva ministra de sanidad llamada Carolina Darias, que debe saber mucho de administración territorial, algo así como el reparto de parcelas, pero desconozco qué sabrá de medicina. Claro que los políticos son como los martillos: lo mismo sirven para clavar una punta y construir una casa de madera, que para partir un cráneo y hacer una caja de pino.

Luego la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, envía un mensaje de ánimo a los españoles: “ánimo a todos los que estáis sufriendo esta terrible crisis. No estáis solos”. Y exige “a las farmacéuticas que cumplan con la entrega de las vacunas”. Pero no la he visto con ovarios suficientes, como representante de la salud de cuatrocientos cuarenta millones de habitantes, ponerse en jarras y dar un ultimátum de veinticuatro horas a esos laboratorios para que entreguen lo que han firmado salvo riesgo de expropiación inmediata e intervención militar en sus oficinas o como se le quiera llamar. Porque el miedo está en los hospitales y la ruina en los bolsillos de millones de ciudadanos. Y debiera terminar diciendo: ¡He dicho! Porque estoy de mala leche.

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