La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Evaristo Arce

Rubén Suárez, la primera vida y la última palabra

Semblanza del fallecido crítico de arte de LA NUEVA ESPAÑA a propósito de su libro “Rodolfo Pico. El gatobardo”

En 1983 se publicó el libro que compartimos Rubén y yo en la “Colección de artistas asturianos” del Banco Herrero; una espléndida idea editorial, suya por cierto.

Él se ocupó de María Galán y yo de José María Navascués, cuya biografía, pese a conocerle y tratarle, incluso en su último día, me ayudaron a descubrir y articular en el relato de su vida aspectos y momentos de ella que ignoraba, merced a testimonios de familiares, compañeros y amigos.

Una de esas personas, cuando dimos por concluida nuestra conversación, me dijo muy solemnemente:

–Evaristo, si quieres entrevistarle, dalo por hecho. Organizamos una sesión y habláis.

Dije que no, naturalmente.

José Suárez, hijo de Rubén Suárez. | LNE

Entre el espiritismo y la espiritualidad, me quedo con la segunda opción. Es decir, entre la credulidad y la creencia, no tengo dudas, ni siquiera razonables.

Ahora mismo, para hablar con Rubén o con Rodolfo, no necesito intermediarios. Es más: con Rubén, desde el 20 de junio pasado, hablo todos los días, no discutimos, y por primera vez soy yo quien lleva la voz cantante, aunque él sigue teniendo y tendrá ya para nuestra eternidad, la última palabra.

Rubén no era muy proclive a los entusiasmos, tampoco a los fanatismos. Sin embargo, el encargo de este libro le había ilusionado especialmente y lo asumió como un compromiso moral. Para él, era una prueba de confianza-por parte de Pelayo Ortega y de Trinidad y José Ramón Zapico- y a la vez una oportunidad –quizá la última– para expresar su opinión sobre Rodolfo Pico y a través de su figura, sobre la autenticidad de la creación artística, sus motivaciones y sus misterios.

Rubén siempre decía lo que pensaba, siempre pensaba lo que decía y siempre escribía lo que pensaba. En toda su vida fue coherente con su pensamiento y fiel con sus sentimientos. Así es como prestigió su nombre y forjó su reputación, al margen de capillas y conciliábulos y de insidias resentidas o interesadas.

Nunca escribió por afanes mercantiles ni buscó recompensas honoríficas; lo hacía por compartir ideas y conocimientos, transmitir sus experiencias y hacer posible proyectos en los que creía y consideraba útiles para los demás. Y así es como asumió la invitación que le fue formulada para escribir este libro, que cuando ya lo había culminado presintió que podía ser postrero o fatalmente póstumo.

Yo fui el primero en leer su texto y él fue el primero en leer el mío y ambos nos dimos un mutuo asentimiento. Y a la hora de ponerle un título al libro, basándome en su argumentario, le sugerí el Gatobardo y así quedó acordado en un acto implícito, por su parte, de autoridad, conformidad y condescendencia.

Pasar a la historia no era una de sus prioridades. En todo caso, lo que le preocupaba era pasar a la vida de los otros, a través del cariño más que de la admiración o la gratitud. Y, en último término, pasar a la otra vida sin antecedentes penales ni penosos, con buenas compañías –que el sabía que le estaban esperando– y un saldo de buenos recuerdos y buenas obras.

Rubén hizo el bien todo lo que pudo y todo lo que hizo, procuró hacerlo bien. Y se fue asimismo de la mejor manera posible, sin molestar a nadie, sin llamar la atención y con tiempo para despedirse, casi sin palabras, y sin montar una escena, de quienes más quería y le querían; en muchos casos sin que ninguna de las partes lo hubiera manifestado, por pudor, explícitamente.

Faltó el gin-tonic para completar la escena, pero, pese a ello, se cumplió en Rubén el deseo y la jaculatoria, antes de que se bajara el telón:

Aquí paz, y después… Gloria bendita.

Y en ella, por fin, la tertulia sin fin, censada sin respetar el registro de ingresos –el de salidas no existe en ese confinamiento–, sino de acuerdo con el inventario caprichoso y aleatorio de la memoria; es decir, con desorden, desolación y desconcierto:

Orlando Pelayo, Mieres, los Vaquero, Villa Pastur, Úrculo, Marixa, Paulino Vicente, Pedro Caravia, Álvaro Delgado, Kely,Tamayo, Marola, Aurelio Suárez, Rubio Camín, Carantoña, Antonio Suárez, Navascués, Ruperto, Ibaseta, Zuco, Enguix, Alperi, Trinidad Fernández, Amador, Legazpi, Montaña, Baragaña, Javier del Rio, Magdaleno, Adúriz, Reigada, Chano Castañón, Magín Berenguer, Román Suárez Blanco, Jaime Herrero, Basterrechea… y con todos ellos, los grandes maestros predecesores y otros muchos consecutivos y discípulos.

Y de hecho y por derecho, nuestra pareja de protagonistas: Rodolfo y Rubén.

Un conjunto de tertulianos múltiples y dispares, coetáneos, con apenas distancias cronológicas en la biografía terrenal, unánimes en el arte, ya sea en la teoría o en la práctica; cordiales y receptivos en la disidencia, distintos, afines o iguales. Y fraternos siempre en el destino.

Honor, gratitud y memoria para todos ellos.

Compartir el artículo

stats