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Daniel Capó

Cae la noche

Los últimos datos económicos nos alejan de la centralidad europea

Mientras el gobierno se apresta a pagar a precio de oro los últimos apoyos necesarios para aprobar los Presupuestos Generales del Estado, las cifras económicas empiezan a torcer el rumbo de la recuperación. Francia ya ha logrado recuperar el PIB previo a la crisis, Alemania se encuentra a punto, Irlanda y Grecia ya lo superaron, mientras que España sigue a seis puntos de conseguirlo. Ello a pesar de ejecutar políticas enormemente expansivas –con datos récord de déficit– y de contar con los vientos favorables de una política monetaria ultralaxa. Ni siquiera con una temporada turística relativamente positiva, se ha logrado en el tercer trimestre del año que la economía nacional crezca por encima del dos por ciento, muy por debajo de la velocidad de crucero necesaria para acortar las distancias con nuestros socios europeos. Y las malas expectativas para este invierno –en forma de inflación y escasez de componentes– han terminado por ahondar la sensación de vértigo que se ha apoderado de la vicepresidenta Nadia Calviño, condenada a exhibir un optimismo impostado del que cada vez se halla más lejos.

Por supuesto, el escenario invernal no se ha oscurecido sólo para los españoles. El cuello de botella comercial –falta todo tipo de componentes y mercancías– se une a unos precios energéticos disparatados que, por un lado, erosionan el poder adquisitivo del ciudadano medio y, por otro, ralentizan el trabajo de las fábricas. La inflación, además, empieza a complicar el diseño de salida de los principales bancos centrales, auténtico paso de las Termópilas para los ejércitos financieros, que avanzan por entre el desfiladero del endeudamiento masivo y el roce lacerante de las burbujas financieras. Hacia oriente, China atisba una crisis distinta, provocada por el estallido de Evergrande y por el previsible crash del mercado inmobiliario. A la necesidad de cerrar el déficit –con lo que implica de reducción de estímulos presupuestarios–, se une la dificultad estructural de invertir el dinero destinado a los grandes proyectos de infraestructura y de modernización de la economía; no sólo por el sobrecoste de las materias primas, sino también por su escasez. Las renovadas tensiones geopolíticas –de las que el misil hipersónico chino sería el último ejemplo– no ayudan a despejar un horizonte que sigue apuntando hacia una década imprevisible. Los motivos para el optimismo, en cambio, surgen de la aceleración tecnológica a la que asistimos: desde los indudables avances médicos (el ARN mensajero liderará los avances en este campo) al desarrollo del coche eléctrico y la puesta al día de la carrera espacial. España no se encuentra precisamente a la vanguardia en ninguno de estos campos.

Pero, mientras tanto, avanzamos a ciegas hacia una tierra de nadie que propicia discursos cada vez más populistas, ya no sólo en sus extremos sino incluso en su mismo centro. Es el caso –por no ceñirnos únicamente a la economía– del nuevo currículum del bachillerato: una reforma que parece querer hablarnos más de reeducación que de educación, visto el énfasis que pone en decirnos qué pensar y qué creer. La acumulación de conocimientos se ha sustituido por una vaga mezcolanza de sentimentalismo, creencias y discursos identitarios que traicionan, en primer lugar y sobre todo, a la clase obrera. Pero ya se sabe que, en este mundo virtual, las necesidades reales cuentan cada vez menos y la palabrería hueca sustituye a la realidad.

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