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Juan de Lillo

La España que se vacía

Pueblos sin gente, ciudadanos sin moralidad

Desde hace algún tiempo hablamos con dolor de la “España vaciada”, la que se va quedando sola, con sus casas huecas, con sus iglesias sin culto, con los campos sin brazos y sin tractores. Y puesto que la mayoría tenemos las raíces de nuestra sangre en esos pueblos sin vida, algo se nos rompe dentro y por eso se oye el grito de auxilio: recuperemos el calor del llar, el humo de las chimeneas, las risas de los niños, la misa de los domingos, el tute en el bar y el arado en la tierra.

La España que se vacía

Pero hay otro vaciado de España que no se ve, que no se palpa pero que se mueve con la velocidad de un caballo desbocado, el sigilo de un soplo y la profundidad de una sima abierta de difícil retorno. Me refiero al vaciado moral que desde hace algunos decenios, sin tregua, socavan quienes trabajan a destajo para conseguirlo, que desprecian los principios, maltratan los buenos modales, olvidan la lealtad, menosprecian la verdad y han hecho de la mentira un argumento para imponerse a los buenos, a los respetuosos, a los solidarios, a los que, aún quedan, dan la mano como si extendieran un acta notarial; a los que no reniegan de la fe como moderadora de las conductas y equilibrio de las relaciones.

Y en este otro vaciado que nos preocupa y angustia, echamos de menos a los intelectuales que marquen las pautas, a los líderes que susciten ilusiones, a los políticos con capacidad de dirección, al pueblo, que bien orientado, encuentre el equilibrio para rellenar este vacío, y la orfandad con la que España afronta su travesía en esta democracia tan acosada, a punto de quebrarse el espíritu de sus orígenes y de olvidar el sacrificio de sus promotores.

Muchos españoles no viven satisfechos con este programa que, por abulia e incultura, nos van trazando intereses ajenos a nuestros verdaderos horizontes, orientados por un progreso constructivo y no devastador, que nos conducirá, lentamente, hacia el vaciado de nuestros principios y las dudas sobre nuestra meta común.

Somos testigos voluntariamente pasivos de los trapicheos que, ante nosotros, mueven separatistas, hijos de los asesinos etarras, los leninistas, los peneuvistas de las nueces, de los ácratas y demás enemigos de una España necesaria y verdaderamente empeñada en el progreso de todos, y no el que predican los chantajistas que socavan la convivencia, la decencia y amenazan nuestro futuro en paz. Que pretenden imponernos un país falso, ajeno a su historia, de la que reniegan porque arrastran la frustración de no haberla manejado.

Efectivamente, los líderes no aparecen, los intelectuales, muchos en nómina del poder, no levantan la autoridad moral de su voz para que digan con Ortega “no es esto, no es esto”, y el pueblo, perdida la brújula, se mueve como un zombi, zarandeado de un lado para otro por la mentira, la trilería, y los intereses de una minoría que usa y abusa de su desorientación.

Para que, como los pueblos abandonados, no se vacíe el alma de España, necesitamos que emerjan aquellos que cargados de autoridad moral y conducidos sus pasos por la ética, sean capaces de despertarnos, de agitarnos para que los autollamados progres no nos lleven al precipicio por el camino de la falacia, de sus intereses y de la infamia. Y para eso, tenemos que convencernos de que nuestro país no merece el permanente zarandeo que, desde hace más años de los necesarios, nos agita ni el asalto a la verdad con la mentira que no cesa. Ese será el vaciado irreversible si no activamos el espíritu y levantamos el ánimo.

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