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Carmen Suárez Suárez

Mujeres y ciudadanía: sobre Clara Campoamor

En el 50.º aniversario de su muerte, el 30 de abril de 1972

En 1791, en pleno periodo de la Revolución Francesa, Olimpia de Gouges (1748-1793) escribió y proclamó una “Declaración de Derechos de la Mujer y la Ciudadana” e invocó a la reina María Antonieta de Austria para su protección y posible defensa. Se trataba de un trasunto de la “Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano” que recogía los derechos civiles y políticos para los hombres. Por medio de ella, dejaban de ser súbditos y eran elevados a la categoría de ciudadanos, una vez que se afianzara la consecuente Constitución. Olimpia reivindicaba el derecho al voto, al ejercicio del poder y la representación, en resumen, la inclusión de los derechos políticos al igual que sus compañeros varones. Ni qué decir tiene que sus aspiraciones no fueron compartidas por los líderes revolucionarios. Y ambas, Olimpia y María Antonieta, murieron en la guillotina, en distintas situaciones. El balance final para las francesas, con el fin del periodo revolucionario y la entrada del napoleónico, fue un Código Civil (1804) que situó a las mujeres como menores de edad, dependientes y tuteladas por sus padres y/o maridos. Era el ardid de los comienzos de nuestra modernidad. La revolución insuficiente y la modernidad inconsecuente.

Clara Campoamor (1888-1972), en 1923, se enfrenta a nuestros códigos de clara tradición napoleónica. Por un lado, para diagnosticar la situación social de las españolas y, por otro, para avanzar una agenda política: todos los derechos de ciudadanía que deberían defender los poderes públicos para las españolas, derechos de los que carecían. El Código Civil de 1889 establecía, entre otros aspectos que: “el marido debe proteger a la mujer y ésta obedecer al marido (art. 57); los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente (art. 56); el marido es el representante de la mujer. Esta no puede, sin su licencia, comparecer en juicio por sí o por medio de un procurador (art. 60)”. La infidelidad femenina se castiga con más severidad que la masculina. Solo era posible una separación legal, sin derecho a poder contraer nuevo matrimonio. Los hijos e las hijas, que hubieran nacido fuera de un matrimonio, merecían el calificativo de ilegitimidad.

Con la perspectiva de unos años de exilio y de lecciones políticas experimentadas y aprendidas, Clara Campoamor repasa en 1938 lo que significó el acceso a una ciudadanía plena para las españolas en la Segunda República. La agenda política cumplía las reivindicaciones sobre la consecución de una ciudadanía para las mujeres. No se consiguió sólo el derecho al voto, representar y ser representadas (“Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes”), sino el reconocimiento del principio de igualdad entre los dos sexos (“el matrimonio se funda en la igualdad de derechos... y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges”), la supresión del deber de obediencia al marido, la legitimidad de hijos e hijas (“los padres tienen para con los hijos habidos fuera del matrimonio los mismos deberes que respecto a los nacidos en él”), el libre acceso a todas las profesiones y a un salario justo, fruto del producto de su trabajo.

Así pues, afianzada la igualdad y los derechos políticos para las españolas en la Segunda República, se estableció una democracia de derecho y de un conjunto de desarrollos legales que lo permitieron, a partir de 1931. Una ley de leyes pudo ejemplificar que las españolas habían accedido a la categoría de ciudadanas.

Casi un siglo y medio después, alguien podía haber visitado el Cementerio de La Magdalena en París, donde parece que se encuentran los restos de Olimpia de Gouges, dejar allí un ejemplar de nuestra Constitución de 1931 y escribir la siguiente frase: “Querida Olimpia: Clara Campoamor recogió tu legado y no habrá guillotina que haga que renunciemos a nuestros derechos”. Y, en efecto: Si la mujer puede subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho de poder subir a la Tribuna.

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