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Eduardo Lagar

Tras los funerales de la mamá grande: unas lecciones de monarquía

En un impensable alarde de síntesis, los británicos han conseguido que los funerales de Isabel II hayan durado un poco menos que su reinado. Sin saber aún, salvo por el “¡Hola!”/”Hello!”, que el siglo XX había sido enteramente isabelino (yo pensaba que sobre todo había sido hitleriano y estalinista), comenzamos pues esta orejuda era carlista tras dejar el tiempo suficiente para que todo el mundo haya tenido la oportunidad de acercarse al catafalco de The Queen para darle las gracias por nada. Es decir, por haber hecho exactamente nada. Nada más que mantener una constitucional y contumaz inhibición, solo rota para mover la muñeca al saludar, dar un trocito de sándwich a los corgis y comparecer monócromamente vestida bajo una tarta portátil, como la mejor imagen de marca de Pantone.

Con toda probabilidad, Isabel II ha sido el ser humano que con más simpleza y esencialidad hasta la fecha ha encarnado el verbo estar, que en inglés significa lo mismo que ser y que, en su caso, constituía la única función de su trabajo. To be and to be and to be, that`s the question. Sólo tenía que estar ahí. Nada más. Magnífico ese invento inglés de la monarquía constitucional, monumental artefacto que se sustenta en el más protocolario de los vacíos; el símbolo más perfectamente hueco que sostiene el orden de un Imperio que ya no es.

Tras haberme sometido sin piedad durante estos días pasados a la interminable retransmisión de cada acto funeral en la BBC –donde sólo faltó exhumar a Churchill para que se pusiera a la cola- no queda más que pasmarse e hincar rodilla ante el incontestable atractivo que sigue teniendo la monarquía, esa monumental ficción sostenida en la más flagrante de las mentiras. Esa gran trola institucional se gestó sobre la creencia de que una vez, en algún momento germinal de la historia, otro ser de ficción (Dios) bajó por aquí a designar a una familia para que, en adelante, gobernase (primero explotase) al resto de los seres de su creación.  Primero, por tanto, Dios salvó a la reina del escrutinio de la razón y, cuando matamos a Dios -allá cuando la Ilustración o así- empezamos a justificar la necesidad laica de la monarquía en que era necesario algo así como un punto de apoyo sobre el que hacer descansar todo el inestable edificio de nuestros antagonismos sociales y políticos. Como si no nos fiásemos casi nada de nosotros mismos. Hasta los presidentes de las repúblicas tuvieron que empezar darse pisto de reyes, con todas sus liturgias medievales, porque, de lo contrario, ni Dios te guardaba ya y te quedabas en poco más que en presidente de la República Italiana.

Felipe VI, la Reina Letizia y los reyes eméritos, en el funeral de Isabel II.

La monarquía, decía, sigue ejerciendo un poder incontestable sobre la mente de los hombres y las mujeres, que siguen resistiéndose, pese a que hay hasta evidencias genéticas, a creer que todos los seres humanos somos iguales, que deberíamos sobre todo ser iguales ante la ley. Pero queda claro que el animal humano puede resistirse a todo, menos al brilli-brilli. En las largas horas de espera para llegar ante el catafalco de Isabel II es probable que ninguno hiciera el ejercicio mental de remontarse al big bang de la idea de monarquía para concluir que lo que allí encontramos atenta radicalmente contra todos los principios que supuestamente articulan las democracias occidentales. Pero nadie es inmune al poder de una corona. Eso lo sabe cualquiera que haya ido a un cumpleaños a un Mc Donald’s. Ni siquiera pudieron resistirse los dirigentes de países africanos, asiáticos u oceánicos, que se sumaron al cortejo con los mismos casacas rojas que un día llegaron a su país para tomarse el té y, de paso, pedirles que se lo sirvieran, sin azúcar, con una nube de leche nada más.

Y ahí está a la magia de lo real, que crea la realeza atentando directamente contra la realidad. Que, como el fútbol, la religión o la militancia partidista, se aferra a las meninges de la emoción y se activa de forma irresistible a través de la liturgia. Cuando empiezan los aplausos y la fanfarria, los argumentos ya no se escuchan. No hay razonamiento que compita en audiencia con un buen espectáculo. Eso lo saben bien los británicos, que parecen unos sosos que se emborrachan solos en casa y comen fatal, pero han creado algunos de los mejores shows de este mundo. Es una peña en mitad del mar altamente ocurrente y que nunca nos defrauda, ni con los Beatles, ni con los Rolling, ni con James Bond, las Spice Girls, Harry Potter, los Monthy Piton, Paddington, Peter Pan, Alicia y un millón más de cositas british.

Y aquí han vuelto a estar a la altura de la pompa y de las circunstancias. Nadie como ellos para volver a hinchar el globo dorado de la monarquía, nadie como ellos para escenificar este magnífico final de temporada del “royality” que protagonizaron a través del siglo XX Isabel II y su desestructurada familia. El Reino Unido sacó a la calle la colección completa de madelmanes y toda la solemnidad de sus proclamaciones –disfraces y palabras, esos son los ingredientes clásicos- para convencernos de nuevo de que el show debe continuar. Es que apetece que se muera otra vez.

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