Quique González es un animal de escenario. No lo es al estilo de las divas del teatro ni de los cantantes de musicales, sino que los años sobre las tablas -más de una década- y los kilómetros rodados en una y mil giras hacen que sepa lo que debe dar en cada momento, y el sábado en Oviedo lo demostró.

Era la tercera vez que el madrileño visitaba Asturias en menos de un año con el disco «Daiquiri Blues» bajo el brazo. Podía haber ofrecido más de lo mismo, pero no. Propuso a su público un repertorio diferente y triunfó al recorrer algunas de sus canciones más conocidas -no puede fallar «Salitre», con mención a la playa llanisca de Torimbia, ni «Kamikazes enamorados»- y combinarlas con canciones poco oídas en sus directos como «Palomas en la quinta». De su último trabajo tan sólo entonó la mitad, que ya engrana perfectamente con su trayectoria anterior. Lo que podía haber sido un «déjà vu» se convirtió en una auténtica demostración de oficio.

Y de buena música, a la que contribuyó una banda, la suya, que logra un sonido muy fluido y limpio, con continuas muestras de complicidad que permiten incluso juegos al concluir las canciones entre los propios músicos. Mario Raya -con la guitarra, mandolina y un pedal «steel» que se dejó sentir menos que otras veces-, Jacob Reguilón al bajo, Julián Maeso a los teclados y Tony Jurado aferrado a las baquetas se lo pasan en grande. Eso salta a la platea, que no dudó en ponerse en pie para saltar y cantar a voces «Vidas cruzadas».

Las historias sencillas de sus canciones, que pueden reflejar el día a día de cualquier persona, llegan cada vez a más público y la mezcla de edades en el recinto ovetense fue sorprendente. Acudieron hasta niños de la mano de sus padres, que se portaron mejor que algunas de las «groupies», fuera de lugar en aquel ambiente de canción desnuda y rock sin artificios.

Quique se merece seguir llenando auditorios. Desde la primera canción contagia su entusiasmo con la música. Así da gusto repetir tres veces y las que hagan falta.