Los conciertos se acaban cuando terminan, es decir, la primera parte no es la mitad en términos de resultados artísticos. También tenemos claro que los artistas tienen la capacidad de sorprender -también para lo malo en ocasiones- y elevarse por encima del resto de los «mortales». Los intérpretes que crean expectación son aquellos que han demostrado poder hacerlo. Esto sucede con Max Emmanuel Cencic y Philippe Jaroussky y, cómo no, con William Christie y sus músicos. En el caso de Cencic ha resultado especialmente grato, porque después del muy decepcionante -el papel no se adaptó en absoluto a sus cualidades- «Nerone» en el Monteverdi escuchado esta misma temporada de ópera en Oviedo, ha demostrado que es un cantante enormemente grande, en lo vocal literalmente extraordinario en su dominio del instrumento y su técnica -con una igualdad en todo el registro escolásticamente magistral-, que ha ido más allá de una simple lección de emocionante buen gusto, y ha ofrecido una lección de canto como pocas veces se escuchan, a la altura, y más, del galáctico Jaroussky. Sus voces se compenetran a la perfección. La de Cencic en su anchura y calidad, y Jaroussky, con un metal en el agudo de pulida y hermosa textura que no se da fácilmente, y que por momentos nos permitió imaginar lo que pudo ser la voz de un castrado capaz de hacer enloquecer al público: no olvidemos que el repertorio escuchado ha sido compuesto para ellos y que una «recreación» actual sólo puede acercarnos a esta cumbre del repertorio vocal de manera parcial. La segunda parte -y una vez amoldados al efecto de un repertorio camelístico en la sala sinfónica del Auditorio- subió enteros. Lo que gustó se elevó a la excelencia, sobre todo en lo vocal, pero también en lo instrumental, especialmente en la sonata de Corelli, donde los músicos se emplearon a fondo al dar lustre a uno de los grandes compositores del barroco musical. Aunque creemos que en este caso, y en la sonata de Caldara también, la segundo violín debería haber asumido el protagonismo escrito con mayor personalidad sonora. Curiosamente, entre ambos hubo matices de forma. Ella más escolástica en su manera de coger el violín al modo barroco, sin sujetarlo con firmeza entre la barbada y el hombro -la escasez de cambios de posición no obliga-, y en su forma de coger el arco, más hacia el centro de cómo lo hace en la actualidad un violinista de orquesta, forma a la que Kurosaki se acerca más. No todo es puro convencionalismo formal, y su vivacidad brilló con luz propia. El bajo continuo fue siempre aterciopelado, especialmente en la comunión del violonchelo con Christie, aunque la tiorba quizás adoleció en exceso de intimismo sonoro y resultó desdibujada, casi inaudible, en demasiadas ocasiones, algo que una grabación subsana con medios técnicos. Otros escenarios son posibles, desde un mejorable tiorbista asturiano en «L'incoronazione di Poppea» del Campoamor, hasta una extraordinaria, con un destacadísimo papel, Evangelina Mascardi, que participó junto a la OSPA en el «Ariodante» del 2009, hay marcadas diferencias.

Christie hace el papel de director basado en un trabajo previo estricto y minucioso, no tanto sobre el escenario, imprimiendo al conjunto una calidad de matices que él mismo desgrana con sonoridades acuosas en el órgano o con suavidad de su magisterio al clave, pero sobre todo en la sensitiva fluidez que consigue en sus interpretaciones. El apasionado de la ópera necesita los picos de excelencia que perturban cuerpo y alma. Las producciones en las que el conjunto funciona pero no producen esos picos de excelencia que el canto en su máxima expresión ofrece, se quedan a medias. La primera propina de Steffani aún consiguió superar momentos anteriores con la maravillosa y etérea mesurada gradación de las voces, a lo que se sumó la propia belleza del dúo, y los dos cantantes elevaron su vuelo, aún más, y nos arrastraron con él. La respuesta no pudo ser otra que el aplauso unánime del público puesto en pie y un vibrante Scarlatti de despedida.