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Por las calles del Ángel

De su infancia en una calle Cervantes aún rural a las noches de bohemia en el casco viejo, Oviedo fue la tierra del poeta Ángel González, de cuya muerte se cumplen diez años

Emilio Alarcos y Josefina Martínez con Ángel González. LNE

Ayer se cumplieron diez años de la muerte de Ángel González. El poeta, uno de los poetas mayores de la ciudad, nació aquí el 6 de septiembre de 1925 y falleció en Madrid el 12 de enero de 2008. De un instante al otro, su vida encontró raíces, unas veces profundas, otras ligeras, en lugares como Páramos del Sil, Alburquerque (Nuevo México) o la capital de España. Pero Oviedo fue su tierra. La ciudad a la que siempre regresó y que llevaba grabada dentro de su corazón, algo maltrecho, melancólico y quedo.

Cuando tuvo ocasión de decirlo, lo recalcó como lo hacía él. Rumiando las palabras con voz severa pero masticando las sílabas. Lo hizo públicamente en diciembre de 1999 cuando Televisión Española le invitó a grabar el programa "Ésta es mi tierra". Aquel documental repasaba de la mano del poeta sus escenarios vitales, entreteniéndose mucho tiempo en Páramos del Sil y, sobre todo, en Alburquerque. Pero el arranque y el cierre del programa los dedicó Ángel González a Oviedo.

Alfa y omega de su existencia, vino a decir. Aquí descubrió el mundo y se le quedó grabada una luz de la infancia que era "una inocente mentira". Y al final del reportaje concluía: "Aquí nací, aquí viví mi infancia y parte de mi juventud, aquí se me presentó el mundo, la vida, con sus aspectos brillantes y sombríos, esta es mi tierra, la tierra a la que siempre regreso".

La infancia del poeta son recuerdos de una calle Cervantes en cuya esquina con lo que entonces se llamaba La Gran Vía se alzaba la casa familiar. La madre, Doña María, reina en una escena donde la muerte del padre, cuando él era tan pequeño, se transporta al lugar donde trabajaba, catedrático en una Escuela de Magisterio que entonces estaba en la calle Uría. El entorno, explicaba el poeta, era rural. Vacas pastando por la calle Cervantes. Y falso "sol de la infancia". Al niño Ángel se le quedó grabada en la retina el día de luz. "Sin duda los días de sol", explicó para Televisión Española, "tan raros en los días de mi niñez, se fijaron en mi memoria como las cosas excepcionales, proyectando su luz sobre la nieblas y el orbayo".

La otra reflexión sobre la infancia, certera como sus versos, que grabó en "Esta es mi tierra", es la referida a la falta de la noción de tiempo del niño que jugaba por aquellas calles todavía apenas urbanizadas en los últimos años veinte del siglo pasado. No era el cuándo, sino el dónde. El tiempo era un lugar. Lo contó muy bien y lo ilustró con una anécdota sobre la calle Toreno que vale la pena reproducir más o menos en su literalidad:

"Sé muy bien que es ilusoria, pero la espacialización del tiempo no era mentira, aún pervive en mí la sensación de que viví mis primeros años no en el tiempo, sino en un dominio que, ahora no me engaño, era el reino de la proximidad. Todo cuanto quería estaba cerca: las personas, las cosas, los sueños. Tenía yo, 3, 4, 5 años y enlazaba con un presente en el que el futuro resultaba impensable y no había nostalgia del pasado. La vida era un único día interminable, un espacio de luz en el que se repetía el día de ayer y se prefiguraba el espacio de mañana. El tiempo se percibía en las modificaciones del espacio. No pasaban horas y minutos, pasaban cosas. Jugaba yo en las calles por la tarde y en un momento, en un lugar determinado, por el último tramo de la cuesta de Toreno subía un hombre con una larga vara encendida que contagiaba su fuego a la luz de los faroles. Su pasaje anunciaba la inminencia de la noche y sabía que debía volver a casa no por la hora, sino porque había llegado el farolero. Pero un día no pasó el farolero y nunca más volvería a pasar. Habían electrificado el alumbrado público y los faroles dejaron de anunciar. Cuando se encendían inánimes, repentinos, la noche ya estaba allí. Supe así que las cosas que pasaban corrían el riesgo de perderse para siempre y yo mismo, perdido y desconcertado, la noche me sorprendió en la calle Empecé a volver tarde a casa, y mi madre dijo 'ese niño necesita un reloj' ".

Ese día, dice Ángel, sintió como si fuera la serpiente dándole de comer una manzana.

El fin de la inocencia trajo, algo después, momentos difíciles. Fue testigo de la Revolución de Octubre y la Guerra Civil irrumpió con dolor en su vida. Un hermano fusilado y otro exiliado. Lo describió con maestría en el soberbio poema "Ciudad cero". Para el programa de televisión resumió que todo aquello dio paso a "largos años de miedo, humillación y pobreza". "Cuando terminó la guerra", seguía, "después de año y medio de la ciudad sitiada, Oviedo, el paraíso de la infancia, había quedado reducido a escombros. Por mi calle pasaban harapientas brigadas de presos que iban a los trabajos de reconstrucción, moros, legionarios, falangistas uniformados. Al amanecer me despertaban los tiros de gracia que me permitían saber cuántos habían fusilado aquel día. Al fin había llegado la paz".

La juventud y el periplo posterior alejaron a Ángel González de su Oviedo pero siempre volvió a sus calles. No faltó nunca a su cita con su tierra y sus gentes, ya en aquella grabación que se emitió a finales del 2000, explicaba su relación con la ciudad de entonces: "Paseo por sus viejas calles, regreso por sus lugares de siempre". Del niño que vivía en el tiempo como si fuera un espacio, el poeta había pasado a sentir su "irresistible y devastador paso". "Se llevó demasiadas cosas queridas, al inolvidable Emilio Alarcos". Y de alguna forma, se llevó también parte de sus recuerdos: "La ciudad antigua, escenario de mi niñez ha sido cuidada, reconstruida, repintada, peatonalizada. Todo el mundo la encuentra muy bonita, y yo también. Pero sus plazas, calles y mercados han perdido la función que desempeñaban y no puedo más que sentirme un poco extranjero en una ciudad que ya es otra y en la que sin embargo encuentro fragmentos del pasado".

En ese programa quedó patente el recuerdo de tantos amigos. La huella de Emilio Alarcos era alargada y muy profunda en el corazón del poeta. Cuando habló con este periódico sobre la grabación de aquel documental quiso hacerlo en "el rincón de Alarcos de Casa Conrado". Un espacio que hoy tampoco existe ya. Todos sus amigos de la noche, la bohemia, se reflejaban también en otra figura clásica de la ciudad, Fernando Lorenzo. El paraguas, el pub, el viejo paraguas, representa, de alguna forma el otro Oviedo que Ángel González recorrió tantas veces, el de la noche y los vapores.

Ahora, que hace ya tanto que la vida se le dio la vuelta, los niños del colegio que llevan su nombre recitan sus versos. Y uno piensa que ese, como deseaba su querido Machado, podría haber sido el mejor de sus deseos para ese porvenir que al final siempre llega.

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