La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Elogio de la caza y la amistad

Una vida feliz y apasionada junto a los jarales

Primitivo Luengo, en el centro, con el resto de los asistentes al acto.

En los últimos tiempos se ha intensificado una campaña de acoso y derribo contra algunas tradiciones profundamente arraigadas en la sociedad española, como es la caza, evidenciando grandes dosis de sectarismo e ignorancia. Hasta la Ministra del ramo quiere prohibirla.

La caza nació con la humanidad como medio para la obtención de alimento y defensa personal y de los cultivos y después se fue convirtiendo en medio de diversión, y en un gran deporte en sus distintas versiones. Por un lado, la caza mayor con el ciervo, corzo, jabalí, y la caza menor, de pelo, con especies como la liebre y el conejo, o de pluma como la perdiz, la codorniz, la becada y la paloma. Me decía un amigo hace años que veía una contradicción en el hecho de que yo fuera ultrasensible para pensar con horror en el uso de un fusil con bayoneta y sin embargo disparase sin piedad a las pobres perdices del Señor. Decía Miguel Delibes que "son cosas compatibles cazar y admirar a los animales. Cazar no es matar, sino derribar piezas difíciles tras dura competición."

El cazador escala penosamente una inclinada ladera, por ejemplo, para ganar la mano a las esquivas perdices, soporta el cierzo a veces calado hasta los huesos en la espera del jabalí o siente en las sienes la música monorrítmica de la sangre cuando un ciervo galopa hacia su puesto rompiendo el monte. Puntualizaba Delibes: "Yo no mato animales, yo cazo. Mata animales el matadero que surte de carne al mercado o el restaurante al que la gente va a comer. Pero yo no."

Aunque la muerte del animal, su captura, sea la culminación buscada, no es necesariamente el fin de toda cacería. Es la incertidumbre lo que convierte a la caza en mucho más que matar. Yo no fui un cazador obsesionado en llenar el morral de conejos o la percha de perdices, no sufría demasiado por errar un tiro o volver sin pieza. Lo que me apasionaba era disfrutar del campo, ver amanecer o ponerse el sol. Pero si además cazabas un par de perdices para convertirlas en suculencia gastronómica y degustarlas en familia, pues? ¡Tan contento! Pero no medía la diversión ni el placer por el número de piezas.

La caza es afición, pero también pasión, un placer de ida y vuelta y un aspecto más de mi implantación campesina porque soy en el fondo un paseante del campo, algo así como un meditador peripatético que se sirve de la escopeta para andar y andar enfrascado en mis cavilaciones. Pienso a veces que más que un cazador convencional he sido como un sacerdote de novela pastoril que oficiaba en el templo de la naturaleza un pagano rito sacrifical. Y por esa afición de patear el campo nunca me gusto colocarme como una estatua en los pasos de palomas ni en los descansados ojeos de perdiz, porque así se las ponían a Felipe II, vergonzosamente. Me gustaba ir a la pieza noblemente, buscar la perdiz, levantarla, cazarla, cobrarla, colgarla en la percha, esos pequeños placeres a los que el cazador no renuncia.

El diluvio

Yo tuve un amigo, excelente cazador, Sabino se llamaba, que me enseñó a querer este deporte. Cargado con el morral, la canana repleta de cartuchos y su escopeta del doce, subía gallardamente sus muchos años ladera arriba por las estribaciones de la Sierra de la Culebra, allá en Zamora. Oía cantar las perdices y se le ponían las orejas tiesas. En una ocasión nos citamos muy de mañana para ir de caza. La televisión había pronosticado fuertes aguaceros, pero con cuarenta años después de tantos avatares por aquellos cerros de Dios y las ganas de monte que se le acumulaban a uno después de toda la semana trabajando ¿quién se fía del hombre del tiempo? ¡Anda ya! El cielo no parecía que fuera a darle la razón a Mariano Medina y aunque así lo fuera no nos iba a hacer cambiar de parecer. Pero sí ¡Llovió! Y de qué manera. A las doce de la mañana llevábamos mucha agua encima, un conejo y una torcaz, pero ninguna perdiz. Varias veces levantamos un bando pero salían muy lejos, fuera de tiro. Al final de la mañana cuando nos acercábamos a unos matorrales se levantó una perdiz también muy lejos, pero hizo una curva extraña y pasó casi en mi vertical pero muy alta también. Apunté, calculé distancias, adelanté un poco el tiro y el eco del estampido retumbó en los pizarrales del Esla. La perdiz soltó algunas plumas y comenzó a hacer la torre altísima, en un vuelo vertical que parecía interminable hasta que se perdió en la neblina. Pasaron unos segundos, creí que la perdiz se había quedado agarrada a la nube, flotando, muerta en el aire como las almas de las leyendas. De pronto apareció de nuevo, igual que el picado de un halcón cayendo en vertical hasta pegar un pelotazo en la misma orilla del pantano. Y en esto llegó Sabino, con los ojos brillantes, emocionado porque al fin habíamos conseguido una perdiz. Pero no se trataba de eso. Me dijo que había contemplado el lance, un momento de belleza pura. La verdad es que a Sabino le gustaban las ensoñaciones, era un poco poeta. "Te recortabas, dijo, sobre el jaral como una estatua entre las encinas y la neblina. Sólo la perdiz se movía subiendo y subiendo; entonces salió un pequeño rayo de sol y apareció la perdiz? de la nada." No era Sabino muy hablador pero aquel día me sorprendió. Nos quedamos un momento en silencio después de la excesiva solemnidad de sus palabras, después de aquel tiro imposible, un verso escrito con pólvora y niebla, perdiz y sol, río y amistad.

Mi vida está felizmente llena de recuerdos junto a aquel amigo entrañable, compañero de cacerías, contemplando en las madrugadas el despertar de la naturaleza y de la vida, viendo los quiebros de los perros, el paso de los ciervos por los cortafuegos de los pinares o algún lobo que se nos quedaba mirando con curiosidad. Sabino ya no está en este mundo pero los momentos vividos a su lado en el campo por los alrededores de La Encomienda, con bocadillo de chorizo incluido, han hecho prologar su nombre en mi historial del tiempo. Debió llevarse al cielo, al lugar de los buenos y de los justos, una buena parte del alma inmensa del campo.

La caza menor

Siempre me sentí cautivado por la caza menor porque es más dinámica, más activa. Andas, pateas el campo, te mueves. La caza mayor es más estática. Te colocas en el puesto que te ha correspondido en sorteo y de allí no te puedes mover. Participé en muchas batidas al jabalí, pero nunca a los ciervos. Los corzos y los ciervos tienen ya los ojos muy humanizados, es un vertebrado muy evolucionado y me costaría mucho disparar sobre ellos. Además se les dispara con bala. En cambio, la perdiz y la codorniz me parecen blancos menos cruentos porque no las ves sangrar, las abates de una perdigonada, tienen un vuelo rápido que te desafía más, te está poniendo un poco a prueba. Esto es para mí como un código particular, de uso personal. Y no es que quiera justificarme o ahuyentar mi mala conciencia sobre el hecho de que a una perdiz sí vale abatirla y a un ciervo no. Otra cosa es el jabalí, un bicho desagradable por su aspecto y por lo que hace, por los daños que ocasiona en las huertas, en sembrados, en accidentes de carretera, por su intromisión en pueblos y ciudades. Su presencia comienza a ser preocupante.

He presenciado momentos divertidos como el que viví en una ocasión. Montería de jabalí en la dehesa de Misleo, Zamora. Desayuno en el Mesón de La Encomienda. Café con leche calentito, churros y unas pingaratas de coñac para desinfectar la taza. El postor de cada armada reúne a los cazadores que le ha tocado llevar al puesto y se inicia el desfile de los coches hasta el monte a batir.

Estábamos junto a un camino amplio, despejado, por el que necesariamente, más allá o más acá, tendrían que pasar los jabalíes. Al momento comenzamos a escuchar las rehalas de perros recién desenjaulados de los furgones que ensayaban pequeñas carreras, que alzaban las patas traseras para mear sobre el tronco de cualquier encina y que mostraban la alegría que les brindaba el espacio abierto escrutando de cuando en cuando los olores del campo quieto. A mi derecha, a unos cien metros, el postor había señalado el puesto sobre una pequeña roca a un cazador que no dejaba de moverse. Se bajaba de la roca, se agachaba detrás de forma que yo le veía solamente la cabeza y se volvía a subir. Y así varias veces. Las voces de los monteros que conducían los perros se oían cada vez más cerca batiendo el monte. Se oyó una ladra y le hice una seña al vecino para que estuviera atento. Pero volvió a bajarse de la pequeña roca y se volvió a agachar detrás. Los perros seguían ladrando con más intensidad. Un jabalí cruzó el camino como una centella por su zona de tiro y mi vecino, escopeta en mano, salió de su escondite tras la roca, con los calzoncillos y el pantalón a la altura de los talones, con el culo al aire y dando saltitos como en una carrera de sacos para buscar posición para el disparo. Todavía tuvo tiempo para soltarle un par de tiros, ya entre las jaras.

Por lo visto, los churros y el orujo del desayuno le habían sentado mal y le daban frecuentes apretones, y de ahí el continuo ajetreo peña arriba, peña abajo. La verdad es que no le vi al aire otra cosa más que el culo porque con la helada de la mañana posiblemente tendría sus noblezas escondidas en los riñones. Fue muy divertido porque el de los apretones era un paisano de muy buen humor y soportó con bendita resignación todas las chanzas y chascarrillos.

El mundo de la caza es variopinto y apasionado. Ahora desde la lejanía de los años recuerdo aquellos tiempos y me digo ¿cómo es posible que fuéramos tan felices y no nos diéramos cuenta?

Compartir el artículo

stats