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El lado salvaje | FAUNA DEL NARANCO (I)

Territorio jabalí

El suido se ha convertido, por atención mediática, - en el elemento más conocido de las comunidades - de mamíferos del monte ovetense, poco estudiadas

Macho de corzo. L. M. ARCE

El monte Naranco es un icono de la ciudad de Oviedo. Un icono desatendido, maltratado y, en definitiva, venido a menos. Pero, como quien tuvo retuvo, su naturaleza, por alterada y menoscabada que esté, permanece. Y resulta más rica, más diversa, de lo que se presupone. Y es así en la flora y en la fauna. Recurro a mis notas de campo, tomadas en rutas aleatorias e intermitentes a lo largo de las cuatro últimas décadas, para trazar un esbozo, una panorámica, un cuadro a medio hacer, de las comunidades de vertebrados (anfibios, reptiles, aves y mamíferos) del Naranco. Su perfilado debería entrar en los planes para recuperar la naturaleza del monte, si los hubiere.

El Naranco es una sierra prelitoral de unos cinco kilómetros de longitud comprendida entre las cuencas de los ríos Nalón y Nora. Flanquea el casco urbano ovetense por el norte y se eleva hasta algo más de 600 metros en el Picu'l Paisano. Pertenece a la unidad geomorfológica de la cobertera mesozoico-terciaria, que ocupa toda la depresión central de Asturias, desde Oviedo hasta Arriondas, caracterizada por la suavidad del relieve y por un clima benigno. Otro rasgo importante, porque explica su historia y su evolución, son los suelos ricos y profundos, idóneos para el aprovechamiento agrícola y ganadero, una circunstancia que ha propiciado su transformación. El proceso urbanizador completaría el modelado de su fisonomía actual.

Con el hábitat en contra

La geografía, en conjunción con el clima, es un primer factor determinante de la distribución de la fauna en un territorio. El segundo es el hábitat y, en el caso del Naranco, el hábitat juega en contra de la biodiversidad, pues la extensión de la cubierta vegetal natural es escasa y su estado de conservación dista mucho de ser idóneo. Buena parte del terreno forestal corresponde a cultivos de eucalipto y, en menor medida, de pinos, los primeros responsables, por su propia acción (requieren mucha agua y acidifican el sustrato) o por los incendios (son pirófitos y arden como la yesca), del fuerte deterioro de los suelos.

Sobre este escenario se sitúan los actores, la fauna. Hoy por hoy, si a alguien se le pregunta por la fauna del Naranco, seguramente lo primero que se le venga a la mente será el jabalí. Este mamífero ha asumido un protagonismo muy unido a la crisis del campo, al desmoronamiento de la sociedad rural, que le ha dejado una hacienda pródiga en alimento y en refugios: el abandono de la recogida de castañas le aporta toneladas de un alimento nutritivo y energético, estratégico para afrontar la invernada con reservas de grasa e, incluso, para garantizar el éxito de la siguiente temporada reproductora, y la proliferación del matorral le ofrece escondites por doquier, en los que encamarse y donde dar esquinazo a sus enemigos; no en vano, su cuerpo macizo está diseñado para actuar como un ariete y abrirle paso entre la vegetación más enmarañada.

El Naranco, como gran parte de Asturias, es hoy "territorio jabalí", y esto ha potenciado el conflicto inevitable con todas las especies que, de un modo u otro, compiten con nosotros o se aprovechan de la humanización del paisaje, incrementando los daños a los cultivos, que le gustan (sobre todo la patata y el maíz), y a los prados, que excava en busca de lombrices, raíces y otros recursos de su amplio menú omnívoro. Además, esas circunstancias han favorecido el contacto, le ha hecho entrar en la ciudad, le ha vuelto visible. Y aquí el conflicto ha subido un grado, ha pasado al nivel de amenaza, a la psicosis social. Obviamente, el jabalí es un animal salvaje y es un animal fuerte, poderoso, capaz de embestir y de abrir en canal a una persona con sus colmillos. Pero solo un jabalí acorralado, acosado, herido o una hembra que defienda sus crías hará eso, atacar. De otro modo, la opción buena siempre es escapar, rehuir la confrontación. De hecho, de los cientos de contactos de los últimos años solo unos pocos han acabado en un susto y ninguno ha pasado a mayores. No obstante, enseguida se ha desenfundado la escopeta, e incluso el arco y las flechas, para rebajar el problema. Se ha hecho en todos los sitios donde los jabalíes han irrumpido en las ciudades, aquí, en Cataluña y en Berlín. Y no es un decir. Pero eso no implica que la medida funcione. Curiosamente, no se ha planteado la sustitución de los cubos de basura, toda una invitación a tomar el menú del día, por contenedores cerrados, que cortarían el suministro de desperdicios que atrae a los suidos, y tampoco rebajar la presión cinegética en torno a la ciudad, que no hace sino empujar a los animales al casco urbano, donde -ellos lo saben- no se les puede disparar.

También hay en el Naranco, en buen número, zorro rojo, raposo, otro carnívoro con mala fama, este por sus incursiones en los gallineros, aunque esa es solo una de las facetas de su rica personalidad, que hace justicia a la astucia que se le atribuye, pues se trata de una especie adaptable y oportunista como pocas, aunque sin el matiz peyorativo que suele asociarse a esa cualidad; sin mala intención ni malas artes. Igualmente, han prosperado en los últimos años el tejón o melandru y la marta o martalena. El primero alcanza sus densidades poblacionales más altas en el rango de altitudes que comprende el Naranco y en los hábitats representados en el monte, si bien en origen es un mustélido forestal. Como la marta, no obstante cada vez más frecuente en ambientes de campiña; el medio ideal para su diminuta pariente la comadreja. Le gustan, asimismo, las zonas rocosas, a las que suele acudir su prima la garduña o fuína -un apelativo aplicado indistintamente a la marta-, con la que convive en virtud de su disparidad de hábitos y de preferencias en la selección de presas.

Entre los mamíferos de gran porte hay que sumar al corzo, un cérvido poco exigente, adaptable, cuya cercanía a las habitaciones humanas, incluso en zonas densamente pobladas, resulta sorprendente. Algo de arbolado o matorral donde ocultarse y la suficiente disponibilidad de alimento le bastan para afincarse en un lugar, donde puede ser muy discreto, fantasmal, si es molestado, o manso y cercano, si no percibe amenazas. Aunque la primera condición ha cundido últimamente, no por su conducta sino por su disminución, radical en algunos lugares, a causa de un parásito, el gusano de la nariz, que lo debilita hasta el punto de dejarlo casi indefenso frente a los depredadores y las enfermedades, promoviendo una elevada mortalidad.

Pequeños desconocidos

Desaparecida la liebre (probablemente europea, pese a las referencias que la identifican como liebre ibérica), el resto de mamíferos herbívoros del Naranco son roedores: ardillas, ratones, ratillas y topillos, algunos de ellos de "apellido" incierto, es decir no bien identificados a nivel de especie, al igual que sucede con topos y musarañas. Entre aquellos el protagonismo le corresponde a la ardilla roja, presente en los bosquetes del Naranco con castañas, avellanas o bellotas de las que alimentarse en otoño y hacer frente en buena condición al invierno (en primavera y verano la dieta es más omnívora, menos dependiente de recursos concretos). El erizo europeo o corcospín también es una especie numerosa, pero sufre una elevadísima mortalidad en las carreteras. Precisamente, los atropellos suelen ser el indicio de su presencia, dados sus hábitos nocturnos y la discreción de sus rastros.

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