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Visiones De Ciudad

Cuando todo cambia y todo sigue igual

El corazón vive donde quiere y el mío es adicto a Oviedo

Cuando todo cambia y todo sigue igual

Hace 29 años, con la mayoría de edad recién alcanzada y una mezcla de ilusión y angustia rebosando en el corazón, cogí el Alsa que me llevaría al destino más largo de mi vida: Madrid.

Ha llovido mucho desde entonces en Oviedo, pero también ha hecho mucho sol, aunque de eso siga siendo difícil convencer a los turistas, que solo creen cuando ven.

Poco imaginaba entonces que, casi tres décadas después, iba a ser yo misma casi una turista en mi propia ciudad, de las de casa alquilada y el tiempo contado en cada visita. Y digo casi porque, parafraseando a Melendi, "casi es mucho o poco, es relativo" y uno nunca es turista en su tierra, porque el corazón vive donde él quiere y el mío es adicto a Oviedo. La ciudad cambia como cambiamos las personas, pero por alguna extraña razón innata al ser humano, los lugares y la gente que formaron parte imprescindible de nuestra infancia son siempre las mismas para nuestros sentidos, por muchos años que pasen.

Desde que yo me fui, el Calatrava se encajó en el hueco que dejó el Tartiere; la ciudad se expandió por La Florida; el Antiguo luce ahora limpio y lleno de visitantes buscando la foto perfecta o el lugar donde comer una fabada y un cachopo; la librería Cervantes muestra sus libros con orgullo en sus espaciosos escaparates en vez de en aquel pequeño local unos metros más arriba; el hospital y la residencia cedieron su función al HUCA; Salesas tiene competencia con tantos centros comerciales en la ciudad y los cines han desaparecido del centro, pero la vida sigue igual en las calles de Oviedo, la gente sigue discutiendo por la política local; los columpios del Bombé, mucho más seguros y acolchados, siguen llenos de niños las tardes y fines de semana de buen tiempo; los enfermos se sienten privilegiados por la buena calidad de la medicina en Oviedo; los centros comerciales siguen llenos de gente los sábados de lluvia; los padres llevan a sus hijos a los cines a ver la nueva película de Disney y los lectores entran a Cervantes a hojear las novedades. Por eso, cada vez que vuelvo a Oviedo, yo veo el mismo Oviedo en el que vivía hace treinta años, más bonito, porque a mí, por una de esas consecuencias que tiene cumplir años, cada vez me parece más señorial, más distinguida y con nuevos rincones por descubrir, de esos que, en realidad, llevan siglos en la ciudad. Supongo que ese es el motivo por el que siento las calles peatonales, donde antes circulaban los coches a sus anchas, y las nuevas estatuas que me esperan en cada rincón, como dándome la bienvenida, tan mías como si hubieran estado ahí toda la vida.

También hubo una época en la que Oviedo existía para mí en contraposición a Madrid, porque como todos los jóvenes, yo también vivía en el territorio de la diferencia, y es que las diferencias ayudan a ubicarse y las similitudes confunden. Hoy, en cambio, Madrid y Oviedo se han fusionado en mi vida porque las dos forman una parte imprescindible de mi existencia y cuando estoy en Oviedo sigo pendiente de lo que sucede en ese gran Madrid y cuando estoy en Madrid recorro Oviedo con la aplicación de mapas en vista relieve, comprobando cada dato que doy en mis novelas, porque lo cierto es que la memoria me juega a veces malas pasadas y los lugares de la niñez se cuelan entre mis páginas, para luego tener que echarlos de ellas con la pena con la que dejan de formar parte de nuestro día a día aquellos que ya no existen y, como a todos los que se van, los echo de menos. Por eso a veces me gustaría volver a recorrer algunos de los lugares que ya solo viven en mis recuerdos, posiblemente magnificados, idealizados y seguro borrosos, pero de eso tratan los recuerdos. Aquel mesón Covadonga donde comía unos pinchos de tortilla gigantes cuando era mi padre el que iba a recogerme al colegio, salvo los días en los que se me antojaban unos mejillones a la escocesa en La Mejillonera. También me gustaría entrar en La Más Barata, aquel enorme local gris y un poco lúgubre siempre lleno de gente al que acompañaba a mi madre a comprarme lazos o algún botón especial para los vestidos de fabricación casera. También me haría ilusión comprarle a mi hijo unos zapatos en Chavalín, o ir a buscar unos filetes a nuestra carnicera del mercado, que ya murió hace muchos años, tantos que ya no sé encontrar el lugar que ocupaba aquel puesto al que tantas veces fui de niña. Al escribir ahora este texto me doy cuenta de que, en realidad, todo sigue igual, porque ahora llevo a mi familia a tomar algo a La Genuina, a comprar embutidos y quesos a las tiendas del Fontán, a contarles la primera vez que entré en el Campoamor o a sobornarles con gofres en el paseo de los Álamos para que aguanten estoicamente cuando les hablo de aquellos helados de máquina de vainilla y chocolate que tanto me gustaban o de los barquillos y las galletas de miel en aquellos barquilleros rojos y cilíndricos, con los dorados relucientes, que ahora caigo en que debían pesar lo suyo.

Y es que el cambio es una parte esencial de la vida y es precisamente el cambio lo que hace que todo siga igual, porque si nosotros evolucionáramos, que no quiero pensar que la madurez solo es envejecer, y nuestras ciudades no lo hicieran, entonces el mundo se nos haría extraño. De esta manera, Oviedo y yo vamos de la mano ilusionadas hacia lo que nos espera a ambas en la siguiente etapa y deseando compartir nuestras nuevas en cada visita.

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