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Enrique García, "the end"

Como programador y gestor puso a Oviedo en la vanguardia de la cultura cinematográfica

Siempre fue lacónico, pero no inexpresivo. Era un hombre de pocas palabras y muchas luces. Las ironías, cualquier agudeza verbal, las cogía al vuelo y en su mirada, tan vivaz, delataba su reprobación o su asentimiento. La vida fue aumentando sus saberes y sus exigencias, haciéndole más selectivo en gustos, aficiones y compañías.

Como en el cine, adivinaba los finales y a la primera de cambio sabía si la historia, la película o la amistad merecían la pena. No necesitaba llegar al final de nada, tenía instinto e inteligencia acumulativa y por eso en ocasiones era monosilábico y terminante, nunca desconsiderado o descortés.

Vivió como un agitador cultural, nada violento ni clandestino y su tribuna fue la gran pantalla y su confesonario, la tertulia. Y de sus iniciativas se beneficiaron, unas veces pasando por taquilla y otras no y casi todas con provecho, varias generaciones.

Como programador cinematográfico tenía ojo clínico para detectar los éxitos y buen olfato para barruntar los fracasos, un amplio espectro en gustos y preferencias y una información de última hora y privilegiada. Y con ese cúmulo de atributos, factores y circunstancias hizo de Oviedo su observatorio y una capital de vanguardia en la que experimentó otras fórmulas para disfrutar del cine, al margen de rutinas comerciales y académicas y convenciones del mercado, desde el arte y ensayo a las sesiones matinales o continuas de veinticuatro horas.

No recibió homenajes o reconocimientos por una discreción consustancial que le alejó, en todas sus peripecias, de la primera fila. Su sitio estaba en la cabina o el camerino, entre bambalinas, lejos de los focos y las ovaciones.

En Oviedo era un personaje; conocía casi todo el mundo y todo mundo le conocía a él y quien le conocía, le quería. Muchos sabían por qué y otros lo sospechaban, seducidos por su carisma. Y gracias a su trabajo y a su forma de ser y de estar- y gracias a todos- se construyó una llevadera popularidad y una merecida y buena reputación.

Como es público y casi notorio, era carbayón y oviedista y en ambas posiciones se manifestaba acérrimo, recalcitrante y en algunos casos, hasta subversivo. Defendía a Oviedo y al Oviedo con la misma pasión e igual tenacidad y firmeza y en ese debate nunca se daba por vencido y pocas veces por convencido.

Con Isabel formó una pareja-y una familia de cuatro-, ejemplo de conciliación. Tan diferentes, en el gesto, la palabra, y la actitud, ambos supieron convivir al unísono, complementándose y completándose día a día, en las horas buenas y en las horas bajas, viviendo así el uno para el otro, que eso, a fin de cuentas, es el matrimonio: un acto de recíproca entrega y conciliación y no de rendición o sometimiento sin condiciones.

Con Enrique, como protagonista y testigo, se van una época y un contexto social, consustanciales con la ciudad que le hizo suyo y le hizo tan nuestro, hace ya mucho tiempo y para siempre jamás.

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