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Sergio Fanjul

La bailarina de Asturias

Era misión imposible avanzar con ella por Uría, por Pelayo o por la Escandalera. Siempre aparecía alguien al que saludar, y a ella le encantaban las charlas fortuitas, porque conocía a todo el mundo y todo el mundo la conocía. Lo que más le gustaba era la gente, hablar con la gente, estar con la gente. Marisa Fanjul, coreógrafa y maestra de danza, falleció el 4 de julio, el día de su cumpleaños, como si esa coincidencia cósmica fuera su última performance. Era mi madre.

Yo crecí correteando entre bastidores, camerinos y tramoyas, ese submundo interior donde muchas veces su mano derecha fue su hermana Vicen, que ejerció de segunda madre para ella y de única abuela para mí. Tanto tiempo pasaba yo en el teatro Campoamor, y tanto veía mandar a mi madre (le encantaba mandar), que yo pensaba que el teatro era suyo, y su gran lámpara también (le encantaba contar esta anécdota). Estábamos unidos de una manera especial, porque éramos solo dos. Nuestra familia nuclear fue reducida: un padre ausente y problemático, sin hermanos ni abuelos, ella y yo, con ayuda, eso sí, de algunos de mis tíos y primos. No me gustó verla poco de niño, porque trabajaba mucho y hasta altas horas, sobre todo en sus años dorados, los 80 y principios de los 90. Su centro de danza fue un éxito. Generaciones y generaciones de chicas (y algún chico) pasaron por sus estudios. Cuando me hice adolescente y empecé a frecuentar las calles y los bares descubrí que era muy conocido como "el hijo de Marisa", lo que facilitó enormemente mis relaciones sociales. Es la más pequeña de las cosas que le agradezco; la más grande, criarme en la cultura, la tolerancia y el librepensamiento.

En el nuevo siglo, algo ya alejada del trabajo, mamá se dedicó a la vida social y cultural, manteniendo su estatus de aglutinadora, de agitadora, de personaje público. En sus llamadas telefónicas me mantenía puntualmente informado de los saraos, inauguraciones artísticas, proyecciones en el Filarmónica, conciertos en el Auditorio, visitas a la tertulia literaria de García Martín o a la alcayata artística de Israel Sastre. Estaba en todo, entre el underground y el mainstream. Le gustaba, una vez más, la gente, juntar a la gente, hacer que la gente hiciera cosas, excursiones a la naturaleza, hogueras por San Juan en la playa. Se me hará raro no verla caminar más por el centro, con sus excesivas plataformas y su coquetería infinita. No acompañarla más a su visita obligada al Fontán, pasar por los puestos de medias baratas, revolver en el Campillín, tomar algo en Casa Ramón y, a la vuelta, comer un pincho de tortilla –su favorito, con cebolla– en El Tizón.

La actividad que más le ilusionó en estos últimos años fue su tertulia, como esas señoras que regían salones literarios en el París del XVIII. En casa, cada miércoles, se celebraba el Círculo de Curiosos: comparecía un ponente de interés (Emilio Sagi, Rodrigo Cuevas, Rossen Milanov, Diego Díaz, Lluis Xabel Álvarez, Maxi Rodríguez, Martín Caicoya, Hans van de Broek o Chus Neira) y luego los tertulianos se enzarzaban en conversaciones animadas (a veces, con el tinto y el jamón, se liaban pardas: esa era parte de la gracia). Sus reuniones se hicieron muy populares, recibieron interés de la prensa y hasta sufrieron de overbooking: a duras penas cabían los asistentes. Una de sus más notorias virtudes fue su igual consideración ante todo tipo de personas, clases, edades o ideologías, su carácter igualitarista, no tanto teórico o político, como existencial.

Estaba satisfecha de su vida profesional. Le gustaba recordar sus logros, sus anécdotas con Pavarotti o Nureyev, o las veces que dirigió el ballet de la ópera. Aunque no se le incluya en el actual revival de la Movida carbayona de los ochenta, muchos de los protagonistas de aquello fueron alumnos o amigos. Ya por entonces le gustaba liar actos culturales, como el Ciclo de Danza, que incluía actuaciones, certámenes o conferencias, o pequeños eventos en su centro, a los que asistían los ambientes culturales de la ciudad. Una de las anécdotas más contables de Marisa es que había sido profesora de la ahora reina Letizia, su madre y sus hermanas, y conservaba amistad con la familia. Cuando la reina se hizo reina vinieron los reporteros de la revista ¡Hola! para sacarle a mamá un amplio reportaje a todo color: daba bien en el papel cuché, porque tenía algo de diva.

No quería morirse justo ahora: su alegría en los últimos meses fue su nieta Candela, a la que era adicta y de la que era gran propagandista por WhatsApp. Quería verla crecer un poco más. La niña fue su mejor analgésico. Candela y Marisa se cruzaron en este mundo por solo diez meses, como si se diesen el relevo delante de nuestros ojos.

Mamá arrastraba un agresivo cáncer de páncreas que se complicó con tres ictus consecutivos. Llevó la enfermedad con admirable buen ánimo, a pesar de las zozobras y la incertidumbre. No fue una larga batalla contra la enfermedad, como suele decirse. Más bien el cáncer vino y se la llevó en volandas, prácticamente indiferente a los esfuerzos médicos y a nuestros planes y esperanzas. Los últimos compases los vivió en paz, rodeada de familiares y amigos, que se volcaron en su cuidado. En compañía de su nuera Liliana, el mejor apoyo que mamá y yo podríamos imaginar. La quería como a una hija, decía de vez en cuando. Liliana demostró quererla como a una madre.

Marisa Fanjul se fue con un precioso equipaje: no solo su gran carrera profesional, sino el amor y la admiración de quienes la conocimos, todavía más grandes. Me lo dio todo. Partió con dulzura, como le gustaba bailar.

Te quiero, mamá.

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