Tuve la suerte de ser el primero en decirle a Daniel Vega que Dro había reeditado «La noche que precede a la batalla». No daba crédito. Luego, cara a cara, descubrí que aquel hombre de mundo, viajero de ida y vuelta, conservaba la misma rabia vitalista con la que cantó sus versos de patria (chica) y libertad en 1976. La necesidad de vivir se le salía por los ojos. Era un entusiasta del momento, de cada momento, fuera el que fuera, empeñado en seguir apurando la vida. Lo mismo le pasaba con su poesía, que recitaba emocionado, poniendo toda la intención en cada verso de «Algario» o «La infancia en las hullas minerales». Un día me habló, medio en broma, del terrorista que llevaba dentro. Pero era un terror de otro tipo. Miedo a parar, a despedirse para siempre, a quedar mudo.