Cita Emilio Sagi en el libreto de «La italiana» a Stendhal, que afirmaba, y con razón, que la música de Rossini «hace olvidar todas las miserias de este mundo». No hay duda, la espumante trama de «L'italiana in Algeri» es el mejor ejemplo de esta vital locura organizada que un genio como Gioachino Rossini nos dejó como una herencia por la que no pasa el tiempo.

La Temporada de Ópera de Oviedo dejó atrás la opereta y se centró en lo que es lo suyo: la ópera. La función fue dedicada a la memoria de Javier Escobar, jefe de producción del teatro Real, compañero de vida de Emilio Sagi, recientemente desaparecido y al que muchos recordamos en el estreno, por múltiples razones, con intensidad especial. Javier disfrutó mucho de esta producción en su presentación en Bilbao y su espíritu feliz, positivo, ocurrente y epicúreo aleteó por el escenario de un teatro, el Campoamor, que también era el suyo.

Dos epicentros, muy bien ponderados, confluyeron para sustentar el magnífico nivel de calidad por el que la representación se fue desarrollando, desde un titubeante primer tramo hasta el rotundo final. Por una parte, el foso y, por otra, la puesta en escena. Entre ambos, un reparto sin peros en el ámbito interpretativo y también con buenas prestaciones vocales en el conjunto de las intervenciones.

Creo que es de justicia resaltar el sensacional trabajo de Ottavio Dantone al frente de «Oviedo Filarmonía». Con Dantone regresó al Campoamor el altísimo valor de los Rossini que años atrás firmó el maestro Alberto Zedda. Dantone es una batuta referencial en el ámbito del barroco y de la música italiana que llega al primer cuarto del siglo XIX. Sabe lo que se trae entre manos. De este modo, se pudo disfrutar, desde la obertura, de una articulación orquestal precisa, minuciosa en el detalle, de honda raigambre rossiniana, en la que crescendi y diminuendi se alternaban con frescura por momentos vertiginosa. Tempi vivos y conceptualmente muy bien pautados marcaron una versión sensacional que contó, además, con un clavecinista -Angelo Michele Errico- de primera. Da gusto encontrar a un director que sabe dar una idea común al reparto, pese a que no todos militasen en la experiencia de la disciplina rossiniana. Eso sí, se volcaron a sus órdenes, en la medida de sus posibilidades, y él también fue capaz de adaptarse a la realidad de cada uno sin renunciar a una mirada musical homogénea tendente a fijar la música de Rossini en el contexto de unos precedentes musicales a los que el compositor debe mucho. Todo un lujo el debut en la temporada de este musicazo que permite pasar por alto algún pequeño desajuste en los metales de «Oviedo Filarmonía» (la concentración suele ser buena aliada en estos casos).

Dantone, además, se entendió a las mil maravillas con la propuesta «giocosa» que Emilio Sagi lanzó desde el escenario. Sagi encadena la trama como un divertimento sin fin. Los gags se suceden con fluidez constante y cada pieza del rompecabezas encaja a la perfección, del mismo modo que los suelos de quita y pon que van cambiando en cada cuadro. Es una mirada divertida, nostálgica, también con un cierto regusto irónico. Es una locura muy bien organizada y frenética en el continuo trajín de los cambios, tan bien resueltos. Hay en su estética una encendida mirada al cine de los años cincuenta mezclado con una morería vista con ternura. Pero hay mucho más. Encontramos referencias al cómic, al vodevil y a la revista, a la comedia de enredos, resonancias de la comedia del arte, en una mixtura que incita al espectador para sacarlo de la grisura de la cotidianidad y llevarlo a un mundo de fantasía. Echa mano Sagi de toda su artillería cómica, y sabedor de que la comicidad de Rossini surge de la partitura simplemente la enfatiza sin recargar, en una puesta en escena muy limpia y trabajada dramatúrgicamente. Hay escenas geniales, guiños eróticos, sensualidad, engaños, equívocos, toda esa alegría de vivir de impronta rossiniana. Y en su torrente creativo, hallazgos delirantes, ¡cómo son esos eunucos del harén con su sostén «cruzado mágico»!, la esplendente conclusión del primer acto con los globos -¡qué fin de acto tan genial escribió aquí Rossini!- o, ya en el cierre, todo el cuadro de los Pappataci. El brillo creativo de Sagi incendió toda la obra, le dio vida y, según avanzó la trama, el color fue cambiando, del plateado del «hammam», al rojo, para terminar en tonos azulados. Todo ello enmarcado por una ensoñadora escenografía de Enrique Bordolini y un más que imaginativo vestuario de Renata Schussheim. Eduardo Bravo dio, de nuevo, en la diana con su matizada iluminación, desde la luz inicial que se filtra en el «hammam» hasta el vivo contraste lumínico del segundo acto.

En líneas generales, el reparto funcionó con mayor igualdad que en el primer título de esta temporada. Spagnoli, Genaux o Menéndez fueron los que transitaron por parámetros de mayor calidad, mientras que en el resto las prestaciones fueron correctas, pero con alguna que otra deficiencia. El gran triunfador fue, sin duda, Pietro Spagnoli. El barítono italiano es de los que saben interpretar a Rossini con el sentido adecuado. Desarrolla plenamente su canto «di agilità». Se adapta a Mustafà como una segunda piel. De hecho, tras un inicio vocal de la sesión un tanto titubeante, él fue quien levantó la noche con su emisión, hermosa, bien timbrada, en un canto aterciopelado y envolvente, lleno de intención, tanto en arias como dúos y concertantes. Es el del Bey un rol que encaja perfectamente en el carácter dinámico y expansivo de Spagnoli. Su triunfo dejó un poco atrás a la Isabella de Vivica Genaux. No empezó bien la mezzosoprano de Alaska. Su cavatina de salida -«Cruda sorte!»- quedó un tanto desdibujada. Bien es verdad que luego fue a más, para rematar ya la faena de manera pletórica en la gran aria seria «Pensa a la patria» del segundo acto. Genaux, pese a no tener un volumen vocal grande, lo suple con una sensacional coloratura y su capacidad para desarrollar el personaje puede con cualquier limitación. Fue la suya una Isabella importante y muy bien desarrollada dramáticamente. El tercer triunfador de la velada fue el barítono asturiano David Menéndez. Tiene buena escuela rossiniana, trabajada con los mejores, y eso se nota. Su Taddeo fue ejemplar y su rotunda emisión brilló en la que es una de sus mejores interpretaciones en el marco de la Temporada de Ópera. Fue un placer escuchar su canto fluido y hermoso. También Antonio Lozano -triunfador en las funciones de «Don Giovanni» de hace dos temporadas- tuvo pasajes de gran calidad en su encarnación de Lindoro. Sin embargo, su interpretación no fue todo lo equilibrada que pudiera esperarse. Se ve que su vocalidad no se adapta a las exigencias de Rossini con la misma plasticidad con que sí lo hace a las mozartianas. Cumplió bien de forma global, pero a este papel se le puede y debe sacar un mayor brillo. Entre el resto de los personajes, hay que destacar la corrección formal de Eliana Bayón como Elvira y la de Gemma Corna Alabert como Zulma, así como el buen Haly de Manel Esteve. Comentario aparte merece el más que acertado papel del coro. La formación titular de la Ópera aporta estabilidad, lo cual es significativo en una temporada como ésta. A la larga, se demostró que todas aquellas trifulcas que hoy están en el recuerdo respondían a otro tipo de interés que no era el de conseguir mayor calidad en los espectáculos. En esto, como en casi todo, el tiempo siempre acaba poniendo a cada uno en su lugar. Y Rossini, mientras tanto, evidenció, una vez más, su capacidad para hacernos reír y evadirnos de esta crisis pavorosa gracias a un ingenio y un talento de vocación universal.

Conviene realizar un último apunte. Esta nueva producción ovetense se ha realizado en colaboración con los teatros Municipal de Santiago de Chile, la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera y la Ópera de Lausana. Digo esto porque parece que en nuestro Principado el tema de la internacionalización de la cultura es algo de hoy y sólo hace falta mirar muy cerca para comprobar que es algo que en Oviedo lleva décadas realizándose.