Una de las grandes funciones de un festival es dar visibilidad a cinematografías y realizadores que, de otro modo, serían inaccesibles para el público. Sólo por esto ya parece justificada la inclusión de dos películas procedentes del África negra como son Grigris y Little One, los dos filmes que cerraron la sección oficial. Pero además, ambas añaden a su valor cinematográfico, que también lo tienen, una lectura sobre determinados aspectos del continente que aporta un interés adicional a su visionado.

Grigris, ambientada en Chad, de desarrollo irregular y sugerente fotografía, se sustenta en gran medida sobre los hombros de su protagonista, Souleymane Démé, lo que es a la vez un innegable valor y el principal hándicap del filme. Pese a sufrir los estragos de la polio en su pierna izquierda, Démé es un bailarín hipnótico, algo de lo que se aprovecha Mahamat-Saleh Haroun. Pero sus limitaciones como intérprete se dejan notar a lo largo del metraje, principalmente en los cuerpo a cuerpo con Cyril Guei, que compone con solidez un contradictorio hampón. En todo caso, lo mejor es la confrontación de la decadencia de la ciudad con el esplendor del campo, así como el reflejo de la tensión latente entre musulmanes y animistas, que estalla en el ingenioso final.

En cambio, el principal valor de la sudafricana Little One, que versa sobre la violación de una niña de seis años, lo aportan sus protagonistas. Lindiwe Ndlovu, primera espada del filme, crea una "Pauline" con la que es imposible no empatizar, y Luzuko Nqeto saca petróleo de su personaje: un hombre embrutecido por el trauma que supuso la pérdida de su hija y cuya coraza se desmorona en el momento en el que ve el rostro desfigurado de la niña violada, en una de las mejores escenas del filme. Cruda y un tanto exhibicionista en el arranque, el filme gana empaque a medida que avanza el metraje.