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Solo en casa

Los mayores perjudicados de la pandemia

Fernando "el de El Paraguas" vive en cuarentena en un geriátrico de Oviedo y el dramaturgo Maxi Rodríguez cuida a su padre en una colomina de Ujo

Una mujer con mascarilla, ayer en un paso de peatones de Avilés. R. SOLÍS

Se magnifica que también los jóvenes mueren por el coronavirus para romper la cadena de contagio mientras se informa con cautela de las muertes en residencias de ancianos. Información con conciencia pública y miedo aquilatado.

Los jóvenes, que se sienten inmortales, se creen invulnerables al bicho y hay que asustarlos con la amenaza de muerte para que no sean portadores inquietos y veloces. Los ancianos, que se sienten muy vulnerables y los son, están aislados en sus casas o encerrados en las residencias, donde se declaró administrativamente la cuarentena sin dotarlas de los medios suficientes. A menos medios, más miedos.

España está haciendo frente a la pandemia a cara descubierta y con las manos desnudas. Es decir, sin mascarillas y sin guantes. Sin mascarillas, con las que el enfermo protege a los demás. Sin guantes, con los que el sano se protege de un virus que permanece tres horas suspendido en el aire, cuatro en las monedas, un día en el cartón y de dos a tres días en el plástico o en el acero inoxidable de un grifo, según las últimas investigaciones. Con esas carencias cumplen su horario muchos trabajadores relacionados con la salud que no pueden mantener la distancia social. En el frente de Madrid todo es peor.

La vida es más fuerte que el coronavirus y que el miedo. En las salidas a la compra se ven ancianos con el periódico o con la barra de pan o con el perro, con la misma imprudencia juvenil con la que, en tiempos normales, cruzan en rojo y sin mirar.

Fernando Lorenzo (Grado) vive en el geriátrico de Santa Teresa de Oviedo.

-Estoy bastante bien. En cuarentena.

Abrió El Paraguas en el Oviedo antiguo. Ya llovió. Allí dio de beber a la sedienta generación poética de los 50, a la cambiante generación política de los 80 y a quien quisiera tomar una copa oyendo a Eydie Gorme y "Los Panchos". Local pequeño, asientos bajos, grandes noches.

Estos días juega a puerta cerrada...

-El bar, sin visitas, está poco frecuentado. Nos sentamos dos por mesa, también en el salón de los bailes, que da al Campo San Francisco, y se juega al tute uno contra uno.

... pero abierto a internet.

-Tengo un portátil, una tablet y el móvil. Un compañero, que está loco y me sabe loco, tuerce el focicu cuando me ve con el teléfono y le explico que dentro está el Espasa y una biblioteca.

En buen estado neurológico, lucha con la percepción psicológica del tiempo.

-Cuando iba a cumplir 80 años me prestaba decirlo y cuando los cumplí estaba encantado, pero pasaron unas semanas y, de pronto, ya tenía 81.

El autor de la "Oda a la patata" disputa la batalla de la percepción psicológica en su cuerpo.

-El 18 de diciembre estaba cruzando imprudentemente el paso de peatones de Hermanos Pidal que lleva a Valentín Masip, vi que subía un coche lanzado, creí que tenía 40 años, me apuré y caí de bruces, es decir, me di un sapiazu. Unos buenos samaritanos me vieron tan maltrecho que me llevaron la Casa de Socorro, que ahora es centro de salud, y el médico de guardia me dio un volante para el traumatólogo. Rompí un hombro, soldó, duele, iba a empezar una rehabilitación en el HUCA, nadar, fisio... y va el coronavirus y me confina.

Menú de confinamiento.

-"Los siete samuráis", de Kurosawa, en La 2, me encantó. Releo a Steiner, que acaba de morir; busco los artículos de Gregorio Morán, un peculiar de Oviedo, en "Vozpópuli" y leo el porfolio de "L'Amuravela". Paseo por un patio interior para mantener el músculo.

Al otro lado de la situación, el actor y dramaturgo Maxi Rodríguez (Ujo, 1965), premios nacionales, estrenos internacionales, teatro, cine, TV, está recluido en casa de su padre.

-Un tipo de 95 años con hábitos y rutinas muy arraigadas. Madrugo y me acuesto muy temprano por compartir hábitos castrenses que para un objetor como yo son lo más parecido a la mili. Salgo a por el periódico cada día porque es lo que lee mi padre. Ve la tele al alto la lleva porque no oye bien. Para minimizar el volumen del televisor uso unos cascos que protegen del ruido. Debo quitarme del aluvión de noticias porque soy yonqui de la información y, a veces, quedo en shock frente al portátil. Más que nunca, pensar en cosas divertidas es una válvula de escape.

Publicidad: ("Parando en Villalpando", cada lunes en LA NUEVA ESPAÑA).

Escenario:

-Una salita con vistas al patio y a las carboneras de las Colominas. Hay mucha ropa tendida y huele a suavizante. Gente mirando tras la cortina. Suenan, de cuando en cuando, los pitidos del panadero y la megafonía de la pescadera.

Escena primera:

-Se lo están tomando muy en serio. Cuando dos personajes se cruzan al pasar es curioso -teatralmente- ver cómo se establece la distancia de seguridad. Hay cierto acting al relacionarte con los demás cuando vas a la tienda: los preocupados que fingen para que no se les note, y los despreocupados que, cuando todos les recriminan con la mirada su relajación con las normas de higiene, fingen preocupación. Grabé en el móvil una prueba para un casting, solo y sin actriz que me diera la réplica. Peté el teléfono. Creí que quedaba sin él. Borre programas y archivos y vuelve a funcionar. Me agobié.

Escena segunda:

-Pienso de qué voy a vivir en los próximos meses. El Día Mundial del Teatro nos pillará en estado de alarma. No sé si llegaré a tiempo al Torneo de Dramaturgia del Teatro Español de Madrid ni al estreno de "Porno", en el teatro Palacio Valdés, para mayo. Está en función de cuándo sea posible retomar ensayos y echar a andar la producción. Mientras, cocinaré otras historias. Esta pandemia cambiará nuestra forma de mirar y de escribir, habrá un antes y un después, porque la vida que tendremos que contar no será igual.

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