Las ruinas de Hiroshima pueden convertirse en una cárcel. Y también puede hacerse a la inversa. Será mágico, “pero no se hace por arte de magia”, explica el regidor Artur Gonçalves. El teatro Campoamor hace girar su engranaje decimonónico para acoger dos funciones al mismo tiempo, alternando entre una y otra, como hacen los grandes teatros. La mayor parte de los medios los ponen quienes visten de negro y se mueven tras las sombras del escenario, quienes recorren los pasillos que el público no ve. Es día de función. Hoy se representa el último “Fidelio” y para poder acogerlo hay que hacer que “Madama Butterfly” se eche una siesta, pero breve. Desmontar para volver a levantarlo todo 24 horas después. Lo que en los principales teatros de Europa prácticamente se hace tocando un botón y contratando a dos equipos, en Oviedo se consigue a base de horas y esfuerzo.

Artur Gonçalves, regidor de la ópera. | Irma Collín

“Otra vez aquí”. Es el saludo que le hace Belén Rueda a la piedra gris del teatro Campoamor. Son las nueve y, como cada mañana desde el 10 de diciembre, la jefa de maquilladoras no tiene a quien maquillar, pero sí mucho que hacer. Recorre las entrañas del teatro y, en sus bajos, dedica las horas a peinar las pelucas negras de la ópera “Madama Butterfly”. Los restos de la bomba nuclear, con la que finaliza la función, han dejado sus heridas en el escenario, los actores, sus nombres en los camerinos y los músicos de la Ofil, sus sillas y atriles en el foso. En los palcos de proscenio siguen colgando los gongs, pero en el teatro no hay silencio. No hay tregua ni tiempo de descanso. De “Madama” hay que cambiar a “Fidelio”. Y todo se hace como se planificó “la locura” de planificar dos óperas simultáneas: al momento y compensando con pasión la falta de medios, y de tiempo por los días robados por la pandemia.

El tenor Moisés Marín | Irma Collín

Hace cosa de un mes, el director de la Ópera, Celestino Varela, se quedó sin orquesta para “Madama Butterfly” y se puso en contacto con la Ofil. La Oviedo Filarmonía tenía pensado hacer “Fidelio” y, ya que se iba a aprovechar el escenario, se aprovechó la orquesta. La gerente de la orquesta, María Riera, les dio a los músicos un par de días para organizarse, para que le dijesen quiénes iban a estar en cada una de las óperas y quiénes harían las dos. No pasaron 24 horas y ya se habían organizado. Hoy, cuando ya ven el final de su “tour de force”, los músicos celebran el final. No por terminar, sino por demostrar que esto era posible. Algo “histórico”, explica el violonchelista Gabriel Ureña, uno de los músicos que han estado en todas las funciones desde que empezase todo.

Mientras las maquilladoras peinan pelucas, Manuel Solís está solo en el foso. Recuerda cómo hay que disponer los asientos de los músicos para “Fidelio”. El primer violín, en lugar de estar a la izquierda del director, hoy hay que ponerlo delante. “Caprichos” del director de “Fidelio”, Marc Piollet. Ese pequeño cambio supone un mundo, porque, al igual que al tocar, la colocación del primer violín arrastra a toda la orquesta. Y eso, para él, que es el único montador, le supone cambiar cada asiento de lugar, cada partitura de sitio. Pero está cansado de hacerlo, ya no necesita mirar el mapa. Se sabe un engranaje más de una maquinaria tan grande como desconocida.

Pero la bomba de Hiroshima se deja notar, sobre todo, sobre el foso. En el escenario, los utileros recogen el decorado del segundo acto de la ópera de Giacomo Puccini. A Joan Anton Rechi, director de escena de “Butterfly”, le propusieron que se sacase un “Fidelio” de la manga. Del último acto de “Madama”, de sus andamios, nació una cárcel en obras.

Su “Fidelio”, nacido de las ruinas, implica que, con cada cambio de escenario, un equipo de utileros desplace dos paredes móviles que pesan unos 900 kilos. De ahí nace la cárcel que sirve de escena para la ópera de Beethoven. Además de trabajo para hacer rodar el antiguo, pero preciso engranaje, hizo falta ingenio. De no ser por la pandemia, el teatro Campoamor nunca se hubiera embarcado en una gesta imposible, pero por cumplir, por paliar los efectos económicos del virus y, ¿por qué no?, “por demostrar que la cultura es segura” se hizo. Así lo explica Alfonso Malanda, jefe técnico del teatro, mientras supervisa los trabajos. Es consciente de que, siendo ya el penúltimo cambio, ya se las saben todas. Que el Campoamor acoja dos decorados es imposible por la reducida caja escénica, pero parece que no es imposible que acoja dos funciones, pese a tenerlo todo en contra.

La sastra Christine Tavier | Irma Collín

Además de no tener más producción que la que ideó Joan Anton Rechi, no había vestuario. Tampoco forma de adquirirlo, pues, mientras todo se preparaba, las tiendas estaban cerradas. Para hacer “Fidelio”, explica la jefa de sastrería, Susana de Dios, se gastaron 70 euros. La mayor parte del desembolso se fue en tintes, pinturas con las que teñir los monos de “Fuenteovejuna”, lo que se acompañó de retazos de “Otelo”, “Nabucco” y “Rigoletto”... y cosas prestadas y traídas de casa. La jefa de sastrería dirige las “culpas” del éxito del vestuario improvisado a Christine Tavier, la especialista en ambientación. Ella se quita méritos, solo ha hecho lo que le pidieron, se disculpa.

El trabajo en la parte oculta del teatro, la que se encarga de que todo brille, no falten los aplausos y la cosa funciona es como una colmena. Cada trabajador señala al siguiente, y este al próximo, evidenciando la esencialidad de cada pieza para que todo funcione. Pero en el centro de todo está el regidor, el centro neurálgico de lo que pasa sobre el escenario y tras él.

Una pequeña habitación con las paredes de azulejos blancos sirve de oficina a Artur Gonçalves. Los azulejos están parcialmente ocultos por papeles que hacen de tapiz. Los números y las caras de los actores, el número de su camerino, el calendario, los teléfonos de los trabajadores... Reconoce que, si su trabajo es estresante normalmente, tener dos funciones simultáneas lo complica aún más. Lo que en otros teatros lo hace un equipo aquí lo hace él solo. Y con pocos medios, su despacho, reconoce, es “un baño reconvertido”. Necesidad y virtud.

Beatriz Díaz, emocionada con el público del Campoamor en pie

Beatriz Díaz rompió a llorar, se arrodilló, le temblaban las piernas y también le dolían. Después de interpretar “Madama Butterfly” el público se vino arriba y ella se vino abajo. La soprano allerana lo explicaba ayer en un vídeo en sus redes sociales: “Yo solo hice mi trabajo y habrá cosas que mejorar, pero lo más importante es que me entregué al público y al final el público se entregó a nosotros”. El vídeo lo grabó en su casa, en Boo, después de haber triunfado en el Campoamor en un rol muy exigente. Las circunstancias no eran fáciles, casi un mes de retraso en la representación, ensayos cancelados durante semanas, un teatro con aforo restringido y el público con mascarillas. Y a eso había que sumar que minutos antes de salir al escenario la soprano sufrió un tirón en un gemelo. Aún con la molestia que eso supone, Díaz entusiasmó al exigente público ovetense después de una “Butterfly” que quedará para el recuerdo de los aficionados. Al regresar al camerino, se lo encontró literalmente abarrotado de ramos de flores y de regalos de amigos, compañeros e instituciones. Unos regalos más que merecidos.