Un gran asturiano

La vida fue injusta con Gil Carlos Rodríguez. Una enfermedad especialmente cruel, por destructiva, le privó de las satisfacciones que le prometía una vejez apacible, al lado de una esposa entrañable, unas hijas que le adoraban y unos nietos a los que ver crecer seguramente a su imagen y semejanza, con muchos veranos apacibles en la casa familiar de Gijón. Él se había adelantado a aportar todo lo necesario para merecer ese colofón. Tras haber sido un estudiante ejemplar y un profesional excelente como catedrático de Universidad, le brindaron la oportunidad de ejercer el cargo de presidente del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas y superó esa responsabilidad con una brillantez ejemplar.

Nunca alardearía de ese éxito, por convicción y por carácter. El cargo que ejerció en Estrasburgo y Bruselas le destacó como un español muy importante en Europa y, por tanto, como un gran asturiano. Pero en lo esencial no dejó de mostrarse como aquel chavalín modesto y prudente que recordaban sus compañeros del antiguo Instituto de Sama, con los que nunca perdió la relación. Ellos pierden a un gran compañero. Ellos y el resto de los asturianos ganamos, ya para siempre, a un gran paisano del que sentirnos orgullosos.

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