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Centro de Estudios y Análisis Políticos (CEAP) de Nicaragua

El estallido social en Nicaragua, ¿complot o hartazgo?

Las protestas transversales contra el régimen de Ortega no obedecen a una mano negra imperialista

Ante el acto previsto para este jueves en la ciudad por parte de la asociación La Ciudadana, me gustaría trasladar la siguiente información a la sociedad ovetense.

Desde hace nueve meses, dentro y fuera de Nicaragua se repite la misma pregunta. ¿Por qué estalló la crisis social y política que ha arrojado entre 350 y 400 muertos, casi 4.500 heridos, más de 600 presos políticos, un número indeterminado de desaparecidos y el exilio forzado de aproximadamente 40.000 personas? ¿Por qué, si Nicaragua era el país más seguro y el más estable políticamente de Centroamérica, estalló por los aires? La dictadura orteguista jura que fue obra de un plan imperialista para un golpe de Estado. Del otro lado se señala el hartazgo tras once años de atropellos a las libertades públicas.

De todas las respuestas posibles habría que enfocarse en dos: la autonomía de las protestas y la incapacidad del régimen de Ortega para canalizar el conflicto.

Antes del 18 de abril se decía que la sociedad civil nicaragüense era débil, en el sentido de que carecía de autonomía: falta de autoorganización, autorregulación y de demandas y de liderazgos.

Sin embargo el 18 de abril empezó a manifestarse un fenómeno poco conocido en nuestra historia: la autoconvocatoria, el llamado de cada uno en nombre propio para protestar, rebelarse y movilizarse contra las actuaciones del gobierno, sin que mediara el llamado de una organización política, partido o movimiento social. Algo parecido a los chalecos amarillos.

Otro de los rasgos de la rebelión, relacionado con el anterior, fue la transversalidad de una movilización in crescendo. Lo que en sus inicios fue una protesta de personas jubiladas o cercanas a la jubilación, se expandió con rapidez a otros segmentos de la sociedad: estudiantes universitarios, movimiento campesino, médicos, profesores, comerciantes, trabajadores de la banca e incluso los empresarios.

Entre el 18 de abril y el 2 de septiembre se realizaron al menos 14 manifestaciones masivas en las principales ciudades del país. Más que en los once años anteriores del gobierno Ortega.

Pero esta transversalidad de las protestas no fue construida por ninguna mano negra foránea. En las elecciones nacionales de 2016 y las locales de 2017, el sistema político de partido hegemónico ya había dado muestras de agotamiento con altas tasas de abstención electoral que, según datos de las organizaciones civiles, alcanzaron el 70% y 80%.

Antes del 18 de abril los bajos niveles de conflictividad social y la escasa acción colectiva en Nicaragua hacían suponer que se estaba ante un Estado fuerte, que gestionaba con eficiencia y efectividad los focos de conflictos que se abrían en los distintos ámbitos de la sociedad.

Sin embargo, estos diagnósticos ocultaban que las capacidades de procesamiento del conflicto no eran democráticas, implicaban las mismas estrategias de otros regímenes autoritarios: la exclusión de los competidores, la represión de quienes desafiaban al régimen y una cooptación política y financiera de los aliados potenciales apoyada en la millonaria cooperación venezolana.

La única cuota de consenso la reservó en exclusiva a las grandes organizaciones de la empresa privada.

En otras palabras, la aparente baja conflictividad social dentro del Estado orteguista nunca se sustentó en la fortaleza de instituciones que resolvieran los conflictos para cohesionar a la sociedad ni para expandir la democracia. La aparente baja conflictividad era el reflejo de la consolidación progresiva del régimen autoritario.

Entre 2007, fecha del regreso al poder de Ortega, y 2018, debajo de esa superficie de aparente calma hervía la protesta social que el aparato represivo del régimen lograba acallar al menos comunicacionalmente. En estos once años hubo protestas que demostraban que Ortega no tenía voluntad ni capacidad de resolver las demandas de la sociedad de manera pacífica y sobre todo democráticamente.

En ninguno de los casos el gobierno utilizó otros recursos institucionales, como el diálogo y la negociación, que implicaran incorporar las demandas de la población a soluciones democráticas y estables. En todos los casos aplicó la misma lógica de aplastar la protesta y desarticular las formas organizativas incipientes que amenazaban el control que el partido y sus organizaciones satélites ejercían sobre la sociedad.

No estábamos ni ante un Estado fuerte ni ante un arreglo institucional sólido que gestionaba de forma efectiva los conflictos. Más bien estábamos ante un Estado autoritario que asfixiaba toda expresión de conflictividad que escapaba a su dominación, y con ello atomizaba por la vía del miedo a los grupos que protestaban, para que los conflictos no se contagiaran hacia otros sectores de la sociedad.

Este modelo colapsó el 18 de abril. Ni conspiración imperialista ni intentona golpista. Simplemente, hubo un hartazgo de 11 de años de negación de libertades. El régimen Ortega, al igual que Somoza en 1978, se volvió enemigo de amplios sectores de la sociedad.

Para empeorar las cosas, hizo un diagnóstico erróneo de lo que ocurría. Creyó que se trataba de una protesta como las anteriores y que con la represión policial y con la violencia de las pandillas de la juventud sandinista lograría desmontar el conflicto.

No hay estrategias imperialistas que puedan urdir una situación de rechazo tan generalizada. Ni en sus mejores sueños los jerarcas de la CIA hubieran sido capaces de crear una situación de tormenta perfecta como la de abril de 2018. Seguir atribuyéndoles el mérito de la rebelión social no solo es sobreestimar al imperialismo. Es, además, menospreciar el espíritu de lucha de los nicaragüenses. Ambos supuestos revelan que la dictadura vive y se refocila en un mundo paralelo que terminará colapsando al igual que otros regímenes antidemocráticos.

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