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Una tarde memorable en Ventanielles

Memoria de una ordenación sacerdotal, hace 56 años

Hace cincuenta y seis años, una palabra perentoria y enérgica del Canciller Secretario resonaba dentro de los muros venerables de la Iglesia de la Sagrada Familia de Ventanielles, recién estrenada, para dar culto a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Era el marco de una peculiar llamada, que habría de ser similar, en la respuesta y en los resultados, a la de Pedro y Andrés, a la de Santiago y Juan: "dejándolo todo junto con las redes, y a su padre Zebedeo en la barca, le siguieron".

En el momento de aquel treinta de Marzo de 1963, cual si fuera la palabra y la voz de Jesús el Nazareno, resonaba en la Iglesia la del Canciller-Secretario para proclamar: "Accedant qui ordinandi sunt presbyteri", cuya semántica resuelvo: "Acérquense los que van a ser ordenados presbíteros". Veintitrés eran los llamados. Veintitrés las voces que respondían decididas y convencidas: "Adsum" ("aquí estoy presente").

Poco a poco, lentamente, pausadamente, iban resonando los nombres de la llamada. En el alborozo y la emoción de la "vocatio", al igual que para los restantes compañeros, escuché, nítido y claro, personal e intrasferible, comprometedor y decisivo "¡Agustín Hevia Ballina!". Sería aproximada la hora séptima de la tarde. La respuesta llegó rotunda, humilde y sencilla, clarividente y decidida, entregada y firme, sin titubeos, como la de todos los hermanos partícipes del mismo acontecer: "¡Adsum!", que se interpeta "¡Presente!".

Veintitrés vidas iban a comprometerse ante el Señor en aquel atardecer lluvioso y frío. Te lo repito, estaban sonando, en el instante, siete campanadas en la torre del reloj. Con la gracia del Señor, después de encomendarse a Santa María, a esa hora de dicha estaba ratificándose el personal compromiso: "aquí estoy, Señor, envíame". Con ilusión incontenida, con las comisuras del alma rezumando felicidad, llegaba la respuesta, estremecida pero segura, sabedor, en mi entrega, de que como en el Salmo 39 podíamos aplicar a nuestra humilde y peculiar situación anímica: "En el encabezamiento del Libro, estaba escrito acerca de mí, de cada uno de los llamados aquella tarde-noche: "Aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad".

Un sí comprometido con la decisión con que lo amparaba nuestra debilidad, podríamos decir en la mismidad del alma: "da fuerzas, Señor, a mi flaqueza". En la médula del alma parecería resonar la voz del Señor: "te basta mi gracia". Y dimos un paso al frente, signo y símbolo de aquel iniciarse en el nuevo camino en que, desde la individualidad de cada cual pero todos juntos, nos comprometíamos ante Dios. Para ser sacerdotes "in aeternum", sí, así, sin restricciones, para siempre.

Para nosotros, los que habíamos escuchado aquella llamada decisiva, en aquella tarde-noche de emociones sin medida, el único y verdero sacerdocio, el de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, iba a ser participado para siempre por la imposición de las manos del Obispo Coadjutor, Don Segundo García de Sierra y Méndez. Su palabra se escuchaba clara e inquisitoria: "¿Prometes obediencia y sumisión a mí y a mis sucesores?". De nuevo , con el corazón estremecido hasta la médula, cada uno, con las manos temblorosas entre las manos del Arzobispo Coadjutor, fuimos respondiendo la palabra del compromiso de la ilusión sin medida: "Sí prometo". Decididos y seguros íbamos desgranando la respuesta de la renuncia a la propia voluntad, para no tener otra más que la del Arzobispo, que así nos demandaba sumisión y obediencia en todas las contingencias de nuestro diario vivir, en entrega humilde, en decisión acordada en la respuesta, en la renuncia total: "¡Sí, prometo!".

Con las manos rezumantes del Crisma Santo de la unción, nuestras madres, embargadas por la emoción, la de cada uno, la de cada cual, cada una al "suyu" iban atando nuestras manos con blanca cinta de seda, sujetándolas con un nudo que quería ser indesatable, para que nuestra manos ya no fueran para cada uno, sino solamente para el servicio de la Eucaristía, para absolver a los pecadores, para ungir a los nuevos bautizados, para administrar la Unción Santa a los moribundos, para que se abrieran únicamente para darlo todo, sin reservarse nada, haciendo entrega de nuestras personales vidas con destino al servicio de los demás.

Quizá nuestras madres no lograban descubrir el alcance y el significado de aquella ceremonia. No lograban descubrir que cada uno de sus hijos, el de cada una, era protagonista. Manos que cada uno y todos habríamos de extender, en súplica al Dios Altísimo, "para honrar al Señor, ofreciendo un perenne sacrificio de alabanza, participando el Supremo Sacerdocio de Cristo".

Nos sorprenderemos, si, en un cálculo así por alto, en nuestros cincuenta y seis años de sacerdocio habremos alzado nuestras manos en súplica eucarística de Acción de Gracias para la ofrenda sacrificial del Cuerpo y la Sangre del Señor, unas veinticinco mil veces o quizá más.

Aquella tarde-noche en la Iglesia de la Sagrada Familia de Ventanielles se nos pedía, como lo hacía Dios en el Libro del Éxodo (19,22), que "los sacerdotes que se acercan a la presencia del Señor Altísimo para inmolar y ofrecer a honor del Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, el sacrificio de alabanza, sean santos y estén revestidos de la túnica de la salvación". Nuestros modelos de santidad nos los dibujaban los padres espirituales en la mística martirial de San Melchor de Quirós, el protomártir asturiano, y en el testimonio de martirio de los "Seminaristas Mártires de Oviedo". Ellos dieron sus vidas por Cristo y su testimonio martirial acaba de elevarlos a los altares, en su condición de Beatos.

El recuerdo de aquella noche de aconteceres tan sublimes deja marcado en mi alma el sello de cincuenta y seis años de sacerdocio, que quisiera fuera tan íntimamente vivido en su continuidad como el iniciado en la Iglesia de Ventanielles aquel 30 de marzo de 1963. "Sic Deus me exaudiat". Amén.

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