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Crítica / Teatro

Circo y miseria

Alejada del neorrealismo original, la versión dramática de Gas de "La Strada" es un homenaje romántico al clown

Las relaciones entre cine y teatro han sido siempre controvertidas y en ambos sentidos. Cada vez que se adapta una obra maestra del cine nos surge la pregunta de si merece la pena llevarla al teatro. Pero, ¿y por qué no? Estamos ante artes diferentes, con códigos específicos e intransferibles. Lo que se cuenta de una manera es posible contarlo de otra, siempre y cuando se exploren las claves que son genuinas a la escena. La película de Fellini es una obra brutal donde la crueldad, la ternura y la inocencia vienen determinadas por un contexto de miseria absoluta. Poética que, en buena parte, nos transfería la familia gitana que hasta hace poco se paseaba por Asturias con una cabra, una trompeta y una escudilla. La propuesta de Gas, que parte de la adaptación de Gerard Vázquez, pierde toda la violencia argumental del original y se erige como un homenaje romántico, estilizado y abstracto, al circo pobre, a través de una iconografía nostálgica y de los anhelos y sentimientos del clown que muere en el desamor, la soledad y la locura. Con pausas y silencios metafísicos muy beckettianos, si se quiere, pero alejada del testimonio desgarrador del neorrealismo, tan deudor de esa Italia sumida en la posguerra.

Tres pantallas sostenidas por estructuras metálicas circenses en las que se proyectan paisajes y primeros planos de personajes conforman la escenografía, al lado de un motocarro de época muy logrado. La partitura musical de Orestes Gas y la iluminación fría y tenebrosa de Felipe Ramos consiguen un clima poético y melancólico. Pero la mejor baza del montaje son sin duda los intérpretes, especialmente Verónica Echegui, que compone una Gelsomina con la ternura y la fragilidad de un animalillo, infantil, juguetona e inconsciente, conmovedora en su desgarrador toque de trompeta. Alberto Iglesias brilla como "el Loco", un funambulista que irradia luz y deslumbra a Gelsomina con sus reflexiones filosóficas existencialistas y la triste melodía de su violín. Este personaje, absolutamente onírico, combina la clave poética de sus apariciones fantasmales como transición entre las escenas, con otra más cómica y burlona, como en la divertida intervención desde el patio de butacas boicoteando el número del forzudo. El Loco asume la soledad sin traumas, algo que no le ocurre a la pareja protagonista, que conviven en una relación enfermiza de dependencia y maltrato. Alfonso Lara construye un Zampanó refunfuñón, pero con buen corazón, o al menos esa es la sensación que transmite, le falta animalidad. Al final, en la escena con la tabernera interpretada por Gloria Muñoz desde la pantalla, conoce el trágico destino de Gelsomina cayendo al suelo abatido por el alcohol y hostigado por las Erinias con sus remordimientos. Triste final para esta metáfora de la vida, que se cierra con las palabras de consuelo que nos lanzan los tres personajes: "Algún día contaremos una historia de amor".

El público asistente, escaso para tratarse de un espectáculo de estas características, disfrutó con la función. Los esfuerzos realizados por el Ayuntamiento para mejorar la oferta teatral de Oviedo no acaban de obtener la respuesta adecuada, tal como ocurre en otros municipios similares. Y es una pena. Es un misterio inexplicable. Aunque es probable que la ausencia de una programación estable durante muchos años sea una de las causas. Entre los asistentes se encontraban autoridades como el Alcalde y el Consejero de Cultura.

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